lunes, 30 de julio de 2012

La vida es el arte de vivir engañado; y para que el engaño tenga éxito debe ser habitual y constante

Ocultar los micrófonos en las celdas nos permitió saber de qué hablaban los reclusos en privado, durante los ratos de tregua entre los recuentos, las tareas desagradables y otras actividades “públicas”. Recordemos que los tres internos de cada celda no se conocían antes del experimento. Solo podían llegar a conocerse cuando estaban solos en sus celdas porque tenían prohibido hablar durante los momentos “públicos”. Supusimos que buscarían puntos en común para relacionarse, dada la estrechez de las celdas y porque esperaban pasar juntos dos semanas. Esperábamos oírles hablar de su vida en la universidad, de sus estudios, sus vocaciones, sus novias, sus equipos favoritos, sus aficiones y gustos musicales, de lo que harían el resto del verano al acabar el experimento o de lo que harían con el dinero ganado.

¡Pero resulta que no! En realidad no se cumplió ninguna de estas expectativas. El 90% de las charlas entre los reclusos giró en torno a la prisión. Sólo un simple 10% giró en torno a temas de carácter personal o autobiográfico que no tenían relación con la experiencia en la prisión. Los principales temas de conversación eran la comida, el acoso de los carceleros, la formación de una comisión de quejas, elaborar planes de fuga, las visitas, y la conducta de los reclusos de las otras celdas y de los encerrados en aislamiento.

Cuando tenían la oportunidad de distanciarse un poco del acoso de los carceleros y del tedio de programa de actividades, de trascender su papel de reclusos y establecer su identidad personal en alguna interacción social, no lo hacían. El rol de recluso dominaba todas sus expresiones individuales y el entorno de la prisión impregnaba todas sus actitudes y preocupaciones, obligándoles a adoptar una orientación temporal basada en el presente. La presencia o ausencia de alguien que les vigilara no tenía importancia.

Al no compartir con nadie sus expectativas pasadas y futuras, lo único que cada recluso sabía de los demás se basaba en observar cómo actuaban en el presente. Sabemos que lo que podían ver de los demás durante los recuentos y otras actividades degradantes era una imagen negativa. Esa imagen era lo único que tenían para hacerse una idea de la personalidad de sus compañeros. El hecho de que los reclusos se centraran en la situación inmediata también contribuyó a crear una mentalidad que intensificaba la negatividad de sus experiencias. En general, solemos hacer frente a las situaciones negativas encapsulándolas en una perspectiva temporal que combina la idea de un futuro diferente y mejor con el recuerdo de un pasado agradable.

Esta intensificación autoimpuesta de la mentalidad propia de un recluso tuvo una consecuencia aún más negativa: los reclusos empezaron a adoptar y a aceptar las imágenes negativas que los carceleros habían creado de ellos. La mitad de todas las interacciones privadas entre los reclusos se pueden clasificar de insolidarias y poco cooperadoras. Peor aún, cuando los reclusos hacían afirmaciones que evaluaban a sus compañeros o que expresaban el concepto que tenían de ellos, ¡el 85% eran comentarios de desprecio o desfavorables en general! Este porcentaje es estadísticamente significativo: el hecho de centrarse en temas relacionados con la prisión en lugar de temas ajenos a ella sólo se daría al azar una vez de cada cien, mientras que el hecho de hacer atribuciones negativas a los otros reclusos en lugar de atribuciones positivas o neutras sólo se daría al azar cinco veces de cada cien. Esto significa de que estos efectos conductuales son “reales” y que no cabe atribuirlos a fluctuaciones aleatorias en las conversaciones de los reclusos mientras se hallaban en la intimidad de sus celdas.

Al interiorizar de esta manera el carácter opresivo del entorno de la prisión, los reclusos se formaron una impresión de sus compañeros viéndoles humillados, portándose como borregos o cumpliendo órdenes degradantes sin rechistar. Si en la prisión no sentían ningún respeto por los demás, ¿cómo iban a sentirlo por sí mismos? Este descubrimiento inesperado me recuerda el fenómeno de la “identificación con el agresor”. El psicólogo Bruno Bettelheim empleó este término (que ya había sido usado antes por Anna Freud) para designar la forma en que los presos de los campos de concentración nazis interiorizaban el poder de sus opresores. Bettelheim observó que algunos prisioneros actuaban igual que sus guardias nazis y que, además de maltratar a otros prisioneros, también llevaban puestos restos de uniformes de las SS. Si una víctima intenta sobrevivir desesperadamente en una situación hostil e imprevisible, de alguna forma percibe lo que desea el agresor y, en lugar de hacerle frente, se identifica con él y llega a convertirse en él. La aterradora diferencia entre el poder de los guardias y la impotencia de los prisioneros se minimiza psicológicamente mediante esta acrobacia mental. Mentalmente, la persona se identifica con el enemigo. Este autoengaño impide evaluar la propia situación de una manera realista, inhibe la actuación efectiva, las estrategias de afrontamiento o la rebelión, y anula la compasión por los que sufren la misma suerte (Philip Zimbardo. El efecto Lucifer, 2008)

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