Entrevista realizada para la revista de la Fundación Mapfre

1.- En su opinión, ¿cuáles han sido las etapas fundamentales, los conocimientos o cambios necesarios, para que la figura de la víctima haya sido reconocida, estudiada y atendida desde el punto de vista médico y psicológico?

La figura de la víctima ha sido una gran olvidada, tanto en el horizonte del tratamiento delictivo como en el de la propia traumatización por accidentes, desastres o catástrofes.

Hasta el punto de que en la tradición jurídica -y no solo en nuestro país- la víctima no tenía reconocido ningún rol. No sólo como protagonista, sino tampoco como actor secundario dentro del escenario judicial. Teníamos por un lado el bien jurídico a proteger, por otro, el infractor y, por último la pena, que era enfocada como un castigo desde el punto de vista de la venganza social. Fíjese en que a la víctima no le estaba reservado ningún lugar en este procedimiento, en el mejor de los casos era únicamente escuchada en calidad de testigo.

Con la evolución de nuestras culturas y sociedades comenzó a producirse un cambio en el enfoque del fenómeno delictivo que se caracterizó por el intento de comprender la conducta delictiva para lograr su reducción y la recuperación del delincuente. Este cambio de actitud supondrá un gran avance y es en este contexto donde por primera vez aparece la víctima, pero como una parte del binomio de la pareja criminal (víctima-victimario).

Desde estos modelos se estudia la influencia de la víctima en la propia generación del delito. Personalmente creo que aunque este enfoque era necesario para la comprensión de la conducta delictiva, volvía a poner a la víctima en una posición que no era la que le correspondía. Este modelo en sí mismo suponía una forma más de victimización secundaria.

El empezar a comprender y respetar la necesidad de reparación de las víctimas ("está bien que se persiga, se juzgue y se condene al que me robó la gallina, pero…, ¿quién me la devuelve?") y el reconocimiento del sufrimiento de la víctima como la consecuencia de un fallo del sistema (de algo que debería haber sido evitado por la propia colectividad), el agradecimiento a la víctima que se ve inmolada por el bien de los demás en una creciente sociedad del riesgo, suponen enfoques relativamente recientes de nuestras sociedades. Hasta hace bien poco tiempo convertirse en víctima suponía verse condenado al aislamiento social y, en el mejor de los casos, la abocaba a ser blanco de la caridad.

Desde un punto de vista asistencial la situación no ha sido mejor. Los primeros modelos psicotraumatológicos entendían que las personas enfrentadas con situaciones críticas no tenían por qué desarrollar trastornos y en el caso de que esto ocurriese, era obviamente la consecuencia de algún déficit de carácter previo (más victimización secundaria).

Tras los importantes conflictos bélicos del siglo pasado se empiezan a estudiar las reacciones de estrés de los combatientes y, posteriormente, se empiezan a generalizar estos estudios a otros tipos de víctimas (agresiones sexuales, catástrofes naturales, etc.) Es en este contexto donde surgen nuevas etiquetas diagnósticas como el Trastorno de Estrés Agudo o el Trastorno por Estrés Postraumático, y gracias a estos estudios se comienza a observar que en las víctimas se producen alteraciones inmediatas que, lejos de indicar la existencia de problemas caracteriales previos, tienen en sí un valor adaptativo.

Hay una cierta lógica protectora en los síntomas de hipervigilancia que me mantienen alerta, en el aumento del paranoidismo que me ayuda a anticipar nuevos ataques, en la sintomatología depresiva que me ayuda a procesar la pérdida o en los síntomas disociativos que me desconectan temporalmente de la realidad y me permiten dosificar tanto sufrimiento.

Esta respuesta de estrés agudo posteriormente tiende a desaparecer en la mayoría de los casos y en algunos, dependiendo de su duración e intensidad, pueden requerir el tratamiento clínico especializado.

Cuando empezamos a pensar en la víctima como en una persona que no es un enfermo. Cuando comprendemos que no tiene una reacción anormal, sino que presenta una reacción normal frente a una situación que sí es anormal, es cuando empezamos a estar en mejores condiciones para prestar un apoyo eficaz.

Es absolutamente necesaria la intervención desde el punto de vista clínico con aquellos pacientes que desarrollan patologías postraumáticas, pero no podemos esperar a llegar a este punto para empezar a intervenir cuando hablamos de víctimas.

Es necesaria la intervención preventiva, desde el punto de vista del apoyo psicosocial a personas que, de momento, no son pacientes psiquiátricos (y que no tienen por qué llegar a serlo si nuestra intervención es adecuada). Este planteamiento es el que marca el inicio de lo que en la actualidad hemos venido a llamar Psicología de Emergencias.

Por nuestras propias circunstancias de la historia reciente, este devenir en España se ha visto algo más retrasado que en el resto de Europa, pero podemos decir que en nuestro país se inicia el boom de la Psicología de Emergencias a partir del desastre del Camping las Nieves, en el año 1996, donde por vez primera se articula una respuesta organizada tras una demanda social.

A partir de 1996 muchos profesionales de la psicología empiezan a centrar sus esfuerzos en el análisis de estas situaciones y en el diseño de procedimientos de intervención que, dado que no están orientados al tratamiento de enfermos con trastornos psicopatológicos, escapan a los contextos habituales de la psicología clínica (intervenciones inmediatas, con relaciones de rol paciente-terapeuta distintas, en contextos de colaboración con otros profesionales de la emergencia con los que se comparten escenarios de intervención y un sinfín de dificultades añadidas).

Durante estos últimos años se ha visto exponencialmente incrementado el número de profesionales interesados en desarrollarse en esta nueva área, así como el número de investigaciones y publicaciones. Mientras que también se ha implantado en nuestra sociedad la conciencia de esta necesidad (que no es nueva aunque antes no había sido atendida). En la actualidad parece impensable que en cualquier intervención en emergencias, desastres o catástrofes no esté contemplada la atención de las necesidades de apoyo psicosocial de las víctimas.

En este sentido, los atentados del 11 de marzo de 2004 supusieron una prueba de fuego en la que, por un lado se mostró la calidad de nuestros profesionales de la emergencia, pero por el otro salieron a la luz importantes carencias de coordinación y protocolización de intervenciones.

Lo ocurrido aquellos días ha servido como banco de pruebas que ha marcado el rumbo a seguir en el futuro. La mayor profesionalización de los intervinientes, la organización de la gestión de las intervenciones en protocolos estructurados y jerarquizados o el establecimiento previo de redes profesionales de intercambio, coordinación y colaboración, son los retos que desde entonces venimos afrontando.

Y siempre desde la ética y la responsabilidad profesional. La demanda social de apoyo a las víctimas es ya un hecho y, como profesionales, no debemos dejar que se sobredimensione esta necesidad. No podemos olvidar lo que ya sabíamos desde el principio de este camino: que los seres humanos, y los grupos, son naturalmente resilientes, que no todas las personas que se ven enfrentadas con la tragedia van a padecer necesariamente dificultades de adaptación que no puedan manejar por sí mismas. Tenemos que tener cuidado para no convertirnos en un factor etiopatogénico, sabemos que el exceso de atención infantiliza a la víctima, al liberarla de la obligación de responsabilizarse de su propia vida se impide la recuperación de la autonomía. La adopción del rol de víctima es la primera trampa que impide la necesaria transición víctima-superviviente.

Como en un movimiento pendular podemos estar pasando desde una situación de abandono social e institucional de las víctimas, de negación del trauma y victimización secundaria, hasta una situación de sobreprotección en la que las victimas terminan esperando una atención que ni puede, ni debe darse porque esto las volvería a colocar en una situación de maltrato.

El apoyo a las víctimas es algo más que un acto humanitario o de caridad, es un factor de cohesión social, un ligamento que como grupo humano nos hace más resilientes frente a los peligros de una sociedad del riesgo, por esta razón no debemos improvisar.

2.- La Victimología se define como técnica multidisciplinar. Sin embargo, parece que la psicología es su núcleo central. ¿Es esto así? ¿Qué otras disciplinas tienen una notable influencia?

No creo que la psicología sea el núcleo central de la victimología. Quizás lo pueda parecer pero en mi opinión lo que ocurre es que la psicología es como una "asignatura transversal". Nada de lo humano le es ajeno y, por esto, en cualquier intervención de un profesional de la emergencia (sanitarios, seguridad, salvamento y rescate, trabajadores sociales) hay variables psicológicas a tener en cuenta que hacen que los profesionales de la psicología casi siempre podamos aportar algo.

Por otra parte, el propio psicólogo, como profesional de la emergencia también tiene su área específica de trabajo, que es muy importante pero no más que las demás. La clave de todo este asunto vuelve a ser la coordinación.

3.- La población española ha sufrido experiencias traumáticas muy importantes en las últimas décadas. ¿Cómo puede considerarse la respuesta (la reacción) de nuestra sociedad ante ellas?

Lamentablemente población española sabe bien lo que es el sufrimiento. Todo el siglo pasado ha estado marcado por crisis y agresiones; desde la Guerra Civil, el azote de los distintos grupos terroristas, piense que desde 1960 en que ETA se cobró su primera víctima, hasta la actualidad, han perdido la vida más de 1300 personas; la ocurrencia de diversas catástrofes. En definitiva, la sociedad española ha podido conocer en primera persona el problema y ha sido la protagonista de esa evolución que he descrito en relación con la comprensión de las necesidades de la víctima.

También en los últimos años hemos podido ser testigos de cómo las víctimas eran usadas como arietes en un proceso de utilización política de la víctima. No creo que estas dinámicas hayan sido muy afortunadas, ni desde el punto de vista ético, ni desde un punto de vista clínico en relación con su recuperación.

4.- ¿Que sectores profesionales deben adquirir mayor formación en la atención a las víctimas?

No creo que ningún sector profesional se pueda permitir el lujo de no mantenerse en un proceso de formación continuada. En el ámbito de la seguridad -que es el que más conozco- se vienen haciendo importantes avances en los últimos años, introduciendo cada vez más contenidos en la formación reglada de los profesionales, pero en mi opinión aún estamos bastante lejos de haber llegado una situación adecuada.

5.- Cómo definiría el contenido y el alcance de las jornadas dedicadas a la comunicación de malas noticias?

La comunicación de malas noticias es una de las tareas más difíciles a las que se tiene que enfrentar un profesional. Hasta el punto de que no conozco a ninguno que no confiese sentir ansiedad cuando se enfrenta con este reto.

Sin embargo es uno de los momentos más importantes para las personas que las reciben. Todo aquel que ha recibido en alguna ocasión una noticia así, una comunicación del fallecimiento de un familiar, por ejemplo, nunca olvida ese momento. Tanto si se hace bien, como si se hace mal, en la persona que recibe la noticia queda un recuerdo imborrable. Por esta razón digo que es un momento clave. Podemos dejar un recuerdo de gratitud eterno en la persona a la que ayudamos, o un resentimiento y dolor también imposible de olvidar.

Todos los profesionales de la emergencia sentimos ansiedad cuando hay que dar una mala noticia, y esto nos ocurre por varias razones, porque sabemos que vamos a ser portadores de un tremendo dolor, porque sentimos que no estamos suficientemente formados para tanta responsabilidad y porque nos vamos a enfrentar a una situación humana dura y en muchas ocasiones de evolución imprevisible.

Por eso es tan necesaria la formación en habilidades de comunicación tal y como se han dado en las Jornadas, y si es posible con más profundidad. Aquí tampoco podemos improvisar, nos encontramos con un acto que es (y por este orden): humano, ético, profesional y, en muchos casos, legal.

6.- Una enfermedad terminal, la muerte de un ser próximo, son circunstancias traumáticas de ámbito particular. ¿En qué, o cómo, se diferencia de un suceso de este tipo de aquella que sufre un trauma que afecta a muchas personas?

Hay diferencias y similitudes. Lo cierto es que el camino del duelo es al final un camino por el que se transita en soledad. Aunque el trauma afecte también a otras muchas personas. Los grupos pueden tener efectos protectores al fortalecerse unos a otros por el apoyo mutuo y la solidaridad, pero también pueden contagiarse emociones o generalizarse estrategias de afrontamiento poco adaptativas.

La persona frente al dolor se encuentra sola y aunque puede ser ayudada de muchas maneras, al final hay un trabajo de duelo que tiene que hacer en soledad.

Yo creo que las mayores diferencias en las situaciones que me plantea tienen más que ver con cuestiones de tipo logístico.

7.- ¿Qué medidas, en el ámbito jurídico, educacional o social, debería de adoptar nuestro país para extender el conocimiento (en el nivel de “primeros auxilios”) de los principios básicos de la Victimología.

La formación de la población en materia de Protección Civil es una necesidad de primer orden en cualquier sociedad evolucionada. Efectivamente, la introducción de contenidos transversales en los programas educativos es especialmente útil.

Desde el punto de vista jurídico se ha producido un gran avance en el reconocimiento de un lugar a la víctima, en gran medida gracias a la sensibilidad social de los propios jueces, más que por la propia modificación de legislaciones o procedimientos judiciales, pero sin duda una cosa terminará llevando a la otra.

En cuanto a la sociedad civil en su conjunto, la situación también es muy favorable, numerosos movimientos asociativos mantienen una actividad de educación, concienciación y protección de las víctimas.

Quizás debo señalar que, en mi opinión y sin generalizar en exceso, los medios de comunicación deberían hacer una revisión de sus prácticas ya que en muchas ocasiones su deber de informar está colisionando con el derecho a la intimidad de las víctimas. Provocando situaciones desafortunadas de victimización secundaria y provocando también algunas interferencias en la gestión de crisis. Los medios de comunicación tienen en sus manos la gestión de la información y, la incertidumbre es una variable relevante en la gestión de emergencias. Por esta razón creo que los medios deberían convertirse en unos intervinientes más de la emergencia, con formación específica al igual que el resto de intervinientes, e integrados y coordinados dentro de un mismo dispositivo de respuesta. Sé que esto puede chocar con valores como la libertad de prensa pero, insisto, creo que los medios deben revisar sus prácticas.

Javier Gómez Segura
febrero de 2011