martes, 30 de agosto de 2011

Mutilaciones genitales femeninas: entre enculturación y aculturación (Jean Pierre Benais)

Se calcula que hay unos 132 millones de mujeres con mutilaciones sexuales en todo el mundo. De estas, 120 millones sólo en África. Cada año dos millones de niñas son susceptibles de ser mutiladas. Viven en países africanos, de Oriente Medio, de Asia, pero también las hay en Norteamérica, América latina y ahora en Europa también se están dando casos. De momento el sur de África logra escapar a estas mutilaciones sexuales.
Viendo los flujos migratorios se pueden ver los mismos esquemas. En Somalia o en Sudán casi el 90% de las mujeres son objeto de mutilación.
No hay una edad para practicar la mutilación. Se da tanto en bebés, como en adolescentes y en mujeres adultas antes de la boda. No está claro el origen de estas prácticas. Se encuentran en distintas culturas ya desde antes de Cristo, repitiéndose en diferentes épocas, pueblos y prácticamente en todos los continentes.
En la antigüedad, en Europa, se mutilaban mujeres como tratamiento médico de trastornos sexuales o para impedir la masturbación. Ya historiadores de los siglos XVII y XVIII hablaban de suprimir “un atributo fálico hipertrofiado para luchar contra la masturbación y la ninfomanía”.
Se cree que se da en pueblos donde se practica también la circuncisión masculina. Algunas hipótesis sostienen que estas mutilaciones son la expresión de leyes económicas que intentan imponer modelos de sociedad patriarcal.
Entre feministas también se vienen sosteniendo teorías de orden ideológico. También hay teorías antropológicas que dicen que los niños nacen con fuerzas nefastas que se sitúan en el prepucio o en el clítoris cuya extirpación es necesaria.
Esto son sólo las razones que argumentan los que las practican, pero deben ser consideradas como elementos importantes, porque ayudan a explicar el porqué se da esto; a comprender por qué la gente sigue manteniendo la creencia de que es necesario. Se habla de cultura, de orden social, de la firma de la tradición.
A menudo se asocia la mutilación con el Corán, pero realmente la mutilación no se prescribe en ningún texto religioso. Los judíos de Etiopia mantenían estas prácticas hasta los años sesenta, pero están acualmente erradicadas. Por lo que se refiere al cristianismo no hay una práctica consolidada pero tampoco hay una condena fuerte.
La OMS hace una clasificación de cuatro tipos de mutilación: la suma, la escisión, la infibulación y las no clasificadas.
La infibulación consiste en la ablación del clítoris, corte de labios menores y se cosen los labios mayores dejando en la parte inferior una pequeña abertura. Se obtiene un cierre que, aunque no es total, para dar a luz habrá que volver a abrir esa zona.
Otras mutilaciones son a través de la cauterización, el estiramiento y la introcisión que consiste en que cuando se casa a pequeñas niñas con vías genitales estrechas se amplían estas por diversos medios para facilitar la posterior penetración del esposo. Otras son el rascado con provocación de fibrosis vaginal. También se pueden cerrar el prepucio o la vagina con utilización de anillos.
Casi todos los países de África disponen de leyes que prohíben estas prácticas pero pocas de estas se aplican y prácticamente no hay procedimientos penales.
En Europa se está intentado desarrollar un derecho de asilo europeo para aquellas familias que quieren evitar la ablación de las niñas (notas tomadas durante el I Congreso Internacional de Psicotraumatología: Trauma y Memoria, celebrado en Madrid en mayo de 2010)


Otra forma de mutilación sexual femenina que recientemente está empezando a denunciarse es el planchado de pechos.

lunes, 29 de agosto de 2011

Había vuelto. Estaba vivo.

Una tristeza sin embargo me oprimía el corazón, un malestar sordo y punzante. No era un sentimiento de culpa, en absoluto. Jamás he comprendido a santo de qué habría que sentirse culpable de haber sobrevivido. Por lo demás, tampoco he sobrevivido realmente. No estaba seguro de ser un superviviente de verdad. Había atravesado la muerte, ésta había sido una experiencia de mi vida. Hay lenguas en las que existe una palabra para este tipo de experiencia. En alemán se dice Erlebnis. En español: vivencia. Pero no hay palabra francesa para expresar en un único término la vida como experiencia de sí misma. Hay que emplear perífrasis. O entonces recurrir a la palabra “vécu”, que es aproximativa. Y discutible. Es un término insulso y blando. En primer lugar y por encima de todo, es pasivo, lo vécu. Y, además, está en pasado. Pero la experiencia de la vida que la vida vive en sí misma, de sí misma viviéndose, es activa. Y está en presente, forzosamente. Es decir que se nutre del pasado para proyectarse en el futuro.

El caso es que no era un sentimiento de culpabilidad lo que me embargaba. Ese sentimiento no es más que algo derivado, vicario. La angustia desnuda de vivir le es anterior: la angustia de haber nacido, salido de la nada confusa debido a un azar irremediable. No hace ninguna falta haber conocido los campos de concentración para conocer la angustia de vivir.

Estaba vivo, pues, de pie, inmóvil, en la esquina de la Avenue Bel-Air y la Place de la Nation.

La pena que me embargaba no provenía de ningún sentimiento de culpabilidad. Es verdad, no había mérito alguno en haber sobrevivido, en estar indemne. Al menos en apariencia. Los vivos no se diferenciaban de los muertos por ningún tipo de mérito. Ninguno de nosotros merecía vivir. Ni tampoco morir. No había mérito alguno en estar vivo. Tampoco lo habría habido en estar muerto. Habría podido sentirme culpable si hubiera pensado que otros habrían merecido sobrevivir más que yo. Pero sobrevivir no era una cuestión de mérito, era una cuestión de suerte. O de mala suerte, según las opiniones de cada cual. Vivir dependía de cómo habían caído los dados, de nada más. Eso es lo que, por lo demás, significa la palabra “suerte”. Los dados me habían sido favorables, eso era todo (Jorge Semprún. La escritura o la vida. 1995)





jueves, 25 de agosto de 2011

No obstante una duda me asalta sobre la posibilidad de contar.

No porque la experiencia vivida sea indecible. Ha sido invivible, algo del todo diferente, como se comprende sin dificultad. Algo que no atañe a la forma de un relato posible, sino a su sustancia. No a su articulación, sino a su densidad. Sólo alcanzarán esta sustancia, esta densidad transparente, aquellos que sepan convertir su testimonio en un objeto artístico, en un espacio de creación. O de recreación. Únicamente el artificio de un relato dominado conseguirá transmitir parcialmente la verdad del testimonio. Cosa que no tiene nada de excepcional: sucede lo mismo con todas las grandes experiencias históricas.

Siempre puede expresarse todo, en suma. Lo inefable de que tanto se habla no es más que una coartada. O una señal de pereza. Siempre puede decirse todo, el lenguaje lo contiene todo. Se puede expresar el amor más insensato, la más terrible crueldad. Se puede nombrar el mal, su sabor de adormidera, sus dichas deletéreas. Se puede expresar a Dios, lo que no es poco. Se puede expresar la rosa y el rocío, el lapso de la mañana. Se puede expresar la ternura, el océano tutelar de la bondad. Se puede expresar el porvenir, los poetas se aventuran en él con los ojos cerrados, el labio fértil.

Puede decirse todo de esta experiencia. Basta con pensarlo. Y con ponerse a ello. Con disponer del tiempo, sin duda, y del valor, de un relato ilimitado, probablemente interminable, iluminado –acotado también, por supuesto- por esa posibilidad de proseguir hasta el infinito. Corriendo el riesgo de caer en la repetición más machacona. Corriendo el riesgo de no salir victorioso del empeño, de prolongar la muerte, llegado el caso, de hacerla revivir incesantemente en los pliegues y recovecos del relato, de ser tan solo el lenguaje de esa muerte, de vivir a sus expensas, mortalmente.

¿Pero puede oírse todo, imaginarse todo? ¿Podrá hacerse alguna vez? ¿Tendrán la paciencia, la pasión, la compasión, el rigor necesarios? La duda me asalta desde este primer momento, este primer encuentro con unos hombres de antes, de fuera –procedentes de la vida-, viendo la mirada espantada, casi hostil, desconfiada al menos, de los tres oficiales. Permanecen silenciosos, evitan mirarme. Me he visto en su mirada horrorizada por primera vez desde hace dos años. Me han estropeado esta primera mañana, los tres tipos estos. Estaba convencido de haberlo superado con vida. De vuelta a la vida, cuando menos. No es tan evidente. Tratando de adivinar mi mirada en el espejo de la suya, no parece que me encuentre más allá de tanta muerte (Jorge Semprún. La escritura o la vida. 1995).

lunes, 22 de agosto de 2011

Carta a un hijo

Joseph Rudyard Kipling (Bombay, 30 de diciembre de 1865 – Londres, 18 de enero de 1936) fue un escritor y poeta británico nacido en la India.

Algunas de sus obras más populares son la colección de relatos The Jungle Book (El libro de la selva, 1894), la novela de espionaje Kim (1901) y el relato corto The Man Who Would Be King (El hombre que pudo ser rey, 1888).

En 1907 recibió el Premio Nobel de Literatura, siendo el primer escritor británico en recibir este galardón y en 1910 escribe este poema, también muy conocido con su nombre original en inglés "If".

Se trata de un poema compuesto por ocho estrofas de cuatro versos en los que se refleja el sentir del autor respecto a diversos valores morales que dignifican a la persona hasta concluir con la afirmación: “¡serás un Hombre, hijo mío!”

Animándonos a no decaer nunca ante los contratiempos, ni perder el sentido de la responsabilidad ante los avatares de la vida, el poeta ofrece una magnífica descripción de esa capacidad de adaptación que hemos venido en llamar resiliencia, y que la Real Academia Española de la Lengua ya define como la «capacidad humana de asumir con flexibilidad situaciones límite y sobreponerse a ellas».

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If you can keep your head when all about you
Are losing theirs and blaming it on you;
If you can trust yourself when all men doubt you
But make allowance for their doubting too;

If you can wait and not be tired by waiting,
Or being lied about, don’t deal in lies,
Or being hated, don’t give way to hating,
And yet don’t look too good, nor talk too wise:

If you can dream–and not make dreams your master;
If you can think–and not make thoughts your aim;
If you can meet with Triumph and Disaster
And treat those two impostors just the same;

If you can bear to hear the truth you’ve spoken
Twisted by knaves to make a trap for fools,
Or watch the things you gave your life to, broken,
And stoop and build ‘em up with worn-out tools:

If you can make one heap of all your winnings
And risk it all on one turn of pitch-and-toss,
And lose, and start again at your beginnings
And never breath a word about your loss;

If you can force your heart and nerve and sinew
To serve your turn long after they are gone,
And so hold on when there is nothing in you
Except the Will which says to them: “Hold on!”

If you can talk with crowds and keep your virtue,
Or walk with kings–nor lose the common touch;
If neither foes nor loving friends can hurt you;
If all men count with you, but none too much,

If you can fill the unforgiving minute
With sixty seconds’ worth of distance run,
Yours is the Earth and everything that’s in it,
And–which is more–you’ll be a Man, my son!

Rudyard Kipling

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Si puedes conservar la cabeza cuando a tu alrededor
Todos la pierden y te echan la culpa;
Si puedes confiar en tí mismo cuando los demás dudan de tí
Pero al mismo tiempo tienes en cuenta su duda;

Si puedes esperar y no cansarte de la espera,
O siendo engañado por quienes te rodean, no pagar con mentiras,
O siendo odiado, no dar cabida al odio,
Y no obstante, ni ensalzas tu juicio ni ostentas tu bondad:

Si puedes soñar y no dejar que los sueños te dominen;
Si puedes pensar y no hacer de los pensamientos tu objetivo;
Si puedes encontrarte con el Triunfo y la Derrota
Y tratar a estos dos impostores de la misma manera;

Si puedes soportar el escuchar la verdad que has dicho
Tergiversada por bribones para tender una trampa a los necios,
O contemplar destrozadas las cosas a las que dedicaste tu vida,
y agacharte y reconstruirlas con las herramientas desgastadas:

Si puedes hacer una pila con todos tus triunfos
Y arriesgarlo todo de una vez en un golpe de azar,
Y perder, y volver a comenzar desde el principio
Y no dejar escapar nunca una palabra sobre tu pérdida;

Si puedes hacer que tu corazón, tus nervios y tus músculos
Te respondan mucho después de que hayan perdido su fuerza,
Y permanecer firmes cuando nada haya en ti
Excepto la Voluntad que les dice: “¡Adelante!”.

Si puedes hablar con la multitud y perseverar en la virtud,
O caminar junto a reyes sin perder tu sentido común;
Si ni los enemigos ni los buenos amigos pueden dañarte;
Si todos los hombres cuentan contigo pero ninguno demasiado;

Si puedes llenar el preciso minuto
Con sesenta segundos de un esfuerzo supremo,
Tuya es la Tierra y todo lo que hay en ella,
Y, lo que es más, serás un Hombre, ¡hijo mío!

Rudyard Kipling

sábado, 20 de agosto de 2011

Suliko

Por la noche, cuando la guardia interior de centinelas se hubo retirado, Sergieff cogió un vaso de aluminio y lo aplicó a la pared. Dió unos golpecitos en la piedra y colocó su oído sobre el vaso para escuchar. Yo lo miré hacer con incontenible curiosidad. Cuando oyó que le respondían, situó sus labios sobre el vaso y dijo algo. Al punto le contestaron. Era un teléfono, un verdadero teléfono ingeniosísimo el que utilizaba para hablar con las celdas vecinas. Apenas hubo concluido su primera conversación, repitió la misma operación pero esta vez sobre el tubo del calefactor para hablar con el piso de arriba.

-¿Dónde está Tatiana?- preguntó.
-Tres celdas más lejos- contestó metalizada la voz.
-Decidla que cante. Se lo pide Sergieff.

Al punto, el golpecillo, cada vez más lejano, de los vasos de aluminio sobre la piedra, me indicaba que la consigna era transmitida de celda en celda, por el mismo sistema de comunicación.

-Tatiana, canta. Te lo pide Sergieff.

Al poco tiempo, de la celda contigua a la primera con la que se estableció comunicación, llegó una llamada: "Guardad silencio, Va a cantar Tatiana. Se lo ha pedido Sergieff".

La consigna había cruzado las dos galerias y llegaba a su punto de partida. Sobre este silencio expectante, muy bajito, pero con total claridad, empezó a elevarse la voz de mujer más estremecedoramente bien templada que halla oído jamás. Cantaba una melodía llamada "Suliko" , bellísima, llena de nostalgia y de tristeza. Las notas, llevadas por aquella voz excepcional, invadían suavemente a las galerías, a las celdas y a nosotros mismos, sumiéndolas y sumiéndonos en una pena infinita. No miento al decir que se me erizaron los cabellos al oírla; tal era la emoción que me produjo. Al final la voz se afinaba, se adelgazaba, hasta perderse como un hilo de brisa en la lejania.

Cuando Tatiana hubo concluído, Sergieff, inmóvil, como una estatua de piedra, permaneció sentado, en cuclillas, frente a la puerta, como si siguiera escuchando en su interior la voz hacia rato apagada.
Este, también, era Sergieff. (Teodoro Palacios Cueto: Embajador en el infierno. 1955)