El caso es que no era un sentimiento de culpabilidad lo que me embargaba. Ese sentimiento no es más que algo derivado, vicario. La angustia desnuda de vivir le es anterior: la angustia de haber nacido, salido de la nada confusa debido a un azar irremediable. No hace ninguna falta haber conocido los campos de concentración para conocer la angustia de vivir.
Estaba vivo, pues, de pie, inmóvil, en la esquina de la Avenue Bel-Air y la Place de la Nation.
La pena que me embargaba no provenía de ningún sentimiento de culpabilidad. Es verdad, no había mérito alguno en haber sobrevivido, en estar indemne. Al menos en apariencia. Los vivos no se diferenciaban de los muertos por ningún tipo de mérito. Ninguno de nosotros merecía vivir. Ni tampoco morir. No había mérito alguno en estar vivo. Tampoco lo habría habido en estar muerto. Habría podido sentirme culpable si hubiera pensado que otros habrían merecido sobrevivir más que yo. Pero sobrevivir no era una cuestión de mérito, era una cuestión de suerte. O de mala suerte, según las opiniones de cada cual. Vivir dependía de cómo habían caído los dados, de nada más. Eso es lo que, por lo demás, significa la palabra “suerte”. Los dados me habían sido favorables, eso era todo (Jorge Semprún. La escritura o la vida. 1995)
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