sábado, 20 de agosto de 2011

Suliko

Por la noche, cuando la guardia interior de centinelas se hubo retirado, Sergieff cogió un vaso de aluminio y lo aplicó a la pared. Dió unos golpecitos en la piedra y colocó su oído sobre el vaso para escuchar. Yo lo miré hacer con incontenible curiosidad. Cuando oyó que le respondían, situó sus labios sobre el vaso y dijo algo. Al punto le contestaron. Era un teléfono, un verdadero teléfono ingeniosísimo el que utilizaba para hablar con las celdas vecinas. Apenas hubo concluido su primera conversación, repitió la misma operación pero esta vez sobre el tubo del calefactor para hablar con el piso de arriba.

-¿Dónde está Tatiana?- preguntó.
-Tres celdas más lejos- contestó metalizada la voz.
-Decidla que cante. Se lo pide Sergieff.

Al punto, el golpecillo, cada vez más lejano, de los vasos de aluminio sobre la piedra, me indicaba que la consigna era transmitida de celda en celda, por el mismo sistema de comunicación.

-Tatiana, canta. Te lo pide Sergieff.

Al poco tiempo, de la celda contigua a la primera con la que se estableció comunicación, llegó una llamada: "Guardad silencio, Va a cantar Tatiana. Se lo ha pedido Sergieff".

La consigna había cruzado las dos galerias y llegaba a su punto de partida. Sobre este silencio expectante, muy bajito, pero con total claridad, empezó a elevarse la voz de mujer más estremecedoramente bien templada que halla oído jamás. Cantaba una melodía llamada "Suliko" , bellísima, llena de nostalgia y de tristeza. Las notas, llevadas por aquella voz excepcional, invadían suavemente a las galerías, a las celdas y a nosotros mismos, sumiéndolas y sumiéndonos en una pena infinita. No miento al decir que se me erizaron los cabellos al oírla; tal era la emoción que me produjo. Al final la voz se afinaba, se adelgazaba, hasta perderse como un hilo de brisa en la lejania.

Cuando Tatiana hubo concluído, Sergieff, inmóvil, como una estatua de piedra, permaneció sentado, en cuclillas, frente a la puerta, como si siguiera escuchando en su interior la voz hacia rato apagada.
Este, también, era Sergieff. (Teodoro Palacios Cueto: Embajador en el infierno. 1955)

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