jueves, 25 de agosto de 2011

No obstante una duda me asalta sobre la posibilidad de contar.

No porque la experiencia vivida sea indecible. Ha sido invivible, algo del todo diferente, como se comprende sin dificultad. Algo que no atañe a la forma de un relato posible, sino a su sustancia. No a su articulación, sino a su densidad. Sólo alcanzarán esta sustancia, esta densidad transparente, aquellos que sepan convertir su testimonio en un objeto artístico, en un espacio de creación. O de recreación. Únicamente el artificio de un relato dominado conseguirá transmitir parcialmente la verdad del testimonio. Cosa que no tiene nada de excepcional: sucede lo mismo con todas las grandes experiencias históricas.

Siempre puede expresarse todo, en suma. Lo inefable de que tanto se habla no es más que una coartada. O una señal de pereza. Siempre puede decirse todo, el lenguaje lo contiene todo. Se puede expresar el amor más insensato, la más terrible crueldad. Se puede nombrar el mal, su sabor de adormidera, sus dichas deletéreas. Se puede expresar a Dios, lo que no es poco. Se puede expresar la rosa y el rocío, el lapso de la mañana. Se puede expresar la ternura, el océano tutelar de la bondad. Se puede expresar el porvenir, los poetas se aventuran en él con los ojos cerrados, el labio fértil.

Puede decirse todo de esta experiencia. Basta con pensarlo. Y con ponerse a ello. Con disponer del tiempo, sin duda, y del valor, de un relato ilimitado, probablemente interminable, iluminado –acotado también, por supuesto- por esa posibilidad de proseguir hasta el infinito. Corriendo el riesgo de caer en la repetición más machacona. Corriendo el riesgo de no salir victorioso del empeño, de prolongar la muerte, llegado el caso, de hacerla revivir incesantemente en los pliegues y recovecos del relato, de ser tan solo el lenguaje de esa muerte, de vivir a sus expensas, mortalmente.

¿Pero puede oírse todo, imaginarse todo? ¿Podrá hacerse alguna vez? ¿Tendrán la paciencia, la pasión, la compasión, el rigor necesarios? La duda me asalta desde este primer momento, este primer encuentro con unos hombres de antes, de fuera –procedentes de la vida-, viendo la mirada espantada, casi hostil, desconfiada al menos, de los tres oficiales. Permanecen silenciosos, evitan mirarme. Me he visto en su mirada horrorizada por primera vez desde hace dos años. Me han estropeado esta primera mañana, los tres tipos estos. Estaba convencido de haberlo superado con vida. De vuelta a la vida, cuando menos. No es tan evidente. Tratando de adivinar mi mirada en el espejo de la suya, no parece que me encuentre más allá de tanta muerte (Jorge Semprún. La escritura o la vida. 1995).

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