domingo, 9 de octubre de 2011

La violencia contra los niños en la familia

La violencia directa es la señal de una repulsa consciente o inconsciente del niño por parte de uno de los padres. El padre –o la madre- se justifica explicando que actúa por el bien del niño, con un propósito educativo, pero, en realidad, ese niño le molesta y necesita destruirlo interiormente para protegerse.
Sólo la víctima puede percibirlo, pero la destrucción es real. El niño se siente desgraciado, pero no tiene nada objetivo de lo que quejarse. Si se queja, se queja de gestos o de palabras vulgares. Así las cosas, únicamente se comenta que el niño no se siente bien consigo mismo. Sin embargo, existe una voluntad real de anularlo.
Al niño maltratado se lo considera inoportuno. Se dice que resulta decepcionante, o que es el responsable de las dificultades de sus padres: “¡Este niño es difícil, no desaprovecha ninguna ocasión, lo rompe todo; en cuanto le doy la espalda, no hace más que tonterías!”. Este niño decepcionante no se inscribe en la representación del imaginario parental.
Molesta, ya sea porque ocupa un lugar particular en la problemática parental (por ejemplo, un niño no deseado responsable de una pareja que no quería serlo), ya sea porque presenta una diferencia (enfermedad, o retraso escolar). Su mera presencia revela y reactiva el conflicto parental. Es un niño-diana cuyos defectos hay que corregir para que ande derecho.
Bernard Lempert describe muy bien esta repulsa que a veces sufre una víctima inocente: “El desamor es un sistema de destrucción que, en ciertas familias, azota a un niño y quisiera verlo morir: no se trata de una simple ausencia de amor, sino de la organización, en lugar del amor, de una violencia constante que el niño no solamente padece, sino que también interioriza –hasta el punto que se accede a un doble engranaje, pues la víctima termina por tomar el relevo de la violencia que se ejerce sobre ella mediante comportamientos autodestructivos” (B. Lempert, Desamour, Paris, Seuil, 1989).
Entramos así en una espiral absurda: se riñe al niño porque es torpe o distinto a como debiera ser, y el niño se vuelve cada vez más torpe y se aleja cada vez más del deseo que expresan sus padres. No se desprecia al niño porque sea torpe; el niño se vuelve torpe porque es despreciado. El padre que lo rechaza busca, y forzosamente encuentra (un pipí en la cama, o una mala nota escolar), una justificación de la violencia que siente, pero es la existencia del niño, y no su comportamiento, lo que desencadena esa violencia.
Una manera muy trivial de expresar esta violencia de una forma perversa consiste en apodar al niño con un mote ridículo. Quince años más tarde, Sarah no puede olvidar que, cuando era pequeña, sus padres la llamaban “basurera” porque tenía mucho apetito y siempre se comía todo lo que le ponían en el plato. Por su peso excesivo, no se correspondía con la niña que sus padres habían soñado. En lugar de ayudarla a dominar su apetito, sus padres intentaron ponerle más dificultades.
También puede ocurrir que un niño tenga un exceso de algo en relación con su padre o su madre: que sea demasiado dotado, demasiado sensible, o demasiado curioso. Los padres suprimen lo mejor de su hijo para no ver en él sus propias carencias. Las afirmaciones adoptan la forma de los predicados: “¡No sirves para nada!”. El niño termina por volverse insoportable, idiota o caracterial, con lo cual sus padres tienen una buena razón para maltratarlo. Con el pretexto de la educación, apagan en su propio hijo la chispa de la vida de la que carecen. Así, rompen la voluntad del niño, quebrantan su espíritu crítico y procuran que no les pueda juzgar.
En todos los casos, lo que los niños notan muy claramente es que no satisfacen los deseos de sus padres o, más sencillamente, que no han sido deseados. Se sienten culpables de decepcionarlos, de producirles vergüenza y de no ser suficientemente buenos para ellos. Por ello, piden excusas, pues quisieran reparar el narcisismo de sus padres. Lo hacen en vano (Marie-France Hirigoyen. El acoso moral, 1998).

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