domingo, 12 de febrero de 2012

El que no quiere ser actor

Ante los males sociales o daños públicos que los hombres nos hacemos unos a otros, lo habitual es limitar sus dimensiones al mal que se comete y al que se padece y, por ello mismo, restringir sus figuras a la del agresor y su víctima. Más todavía, suele bastarnos detectar a los presuntos seres malvados y separarlos de todos los demás. Este resto lo forman los pacientes o víctimas de estos atropellos y, en caso de no figurar entre los anteriores, quienes somos sus meros espectadores. Los malos, en definitiva, suelen ser los otros.

¿Hará falta tachar este juicio, a más de simplista, de interesado? A diferencia de otros males de naturaleza más individual o privada, los sociales y públicos no sólo los causan unos pocos, por lo general individuos dotados de superior poder político o económico, y los sufren bastantes, sino que sobre todo requieren a muchos más que los consientan; es decir, quienes colaboran con aquellos daños mediante su abstención, adquiera ésta la forma de indiferencia, silencio o cualquier otra. Comprendemos que el mal cometido por unos es el mal padecido por otros, pero solemos pasar por alto que por lo general es preciso también que sea consentido por unos terceros. Que sea un mal de naturaleza pública, y no privada, exige que afecte a muchos y que sea más difícil de ocultar a quienes no son sus destinatarios directos. En realidad, es el modo más abundante de darse el mal. Se comete principalmente por la pasividad de los más, sin cuyo consentimiento no sería posible o resultaría mucho más dificultoso. Porque no sólo tienen poder quienes hacen el mal; también lo tienen quienes dejan hacerlo, pero es un poder al que renuncian. Diríamos que se trata de una modalidad menor de la presencia del mal, tal vez emparentada con ese carácter mediocre que a juicio de Maquiavelo conviene a los hombres: "pues no saben ser ni del todo buenos ni del todo malos".

Es de suponer que, por fortuna, casi nunca seamos los agentes directos del sufrimiento injusto y, para nuestra desgracia, más probable resulta que nos toque estar entre sus pacientes. Pero lo seguro del todo es que nos contemos, en bastantes ocasiones, entre sus espectadores. Y en este caso, limitándonos a ese por lo general pasivo papel, no podrá sortearse la cuestión de si nuestra misma pasividad ante los daños a terceros se transforma en algún grado de complicidad........

.... por mucho que cueste admitirlo, el espectador detenta a menudo más poder del que cree o dice creer. Para empezar, sobre él recae la decisión de si el mal emprendido por el agresor prosigue sin rectificar o no. Cuando uno o más individuos están el peligro, los espectadores podrían, adoptando alguna forma de acción, afectar al resultado de la situación aunque no fueran capaces de impedirla. Es verdad que no cabe exigir que los espectadores sacrifiquen su vida por otros. Pero sí podemos esperar que los individuos y grupos reaccionen al menos al comienzo de los desmanes, cuando el peligro para ellos es limitado y existe la posibilidad de detener la marcha del daño creciente.

Con frecuencia es sólo la complicidad de los que están mirando o cerrando los ojos a la situación la que permite que se produzca la tragedia. La presencia activa de un tercero puede disuadir a quien está maquinando la agresión o el engaño. Desde el punto de vista del agente, los espectadores son personas que tienen el potencial de detener su perversa acción proyectada o ya en marcha. Para las víctimas ellos representan a menudo su única fuente de esperanza. Espectadores y perpetradores no sólo están del mismo lado, sino que son manifestaciones del mismo fenómeno. Los espectadores son sencillamente algo así como pasivos perpetradores. En suma, el apoyo, la oposición o la indiferencia de estos escondidos protagonistas determina en buena medida el curso de los acontecimientos. Por eso no actuar es ya actuar. Y, cuando no se dispone a actuar él mismo, el espectador le otorga al perpetrador su placet para que siga actuando.

No será entonces un desacierto calificar a esta complicidad de verdadera causa deficiente del mal social. La expresión procede de los esfuerzos de la teodicea por exculpar a Dios de ser causante del mal: por su respeto a la libertad humana, la causa eficiente del universo ha preferido permitir el mal y limitarse a ser su causa deficiens (Para Santo Tomás Dios sería causa defectiva sive deficiens del mal del mundo - Summa Theologica I, XLIX (49), 1 ob.3 ad 3) Al trasladarla al espectador habrá que preguntarse si esta causa deficiente no sería ya una condición sine qua non del mal, de manera que sea también a un tiempo su causa eficiente. El espectador desde luego no es omnipotente ni pretende con su omisión salvaguardar la libertad del criminal. Pero se escudará en su deficiencia, como si ésta no fuera ya una causa bien efectiva precisamente por lo que permite al dejar (de) hacer.

Tal vez sea exagerado decir que el espectador es quien autoriza que el daño prosiga..., por que siempre habrá que contar con la eventual voluntad irreductible del agresor mismo. Pero lo evidente es que cuando esos terceros protagonistas permanecen pasivos, reducen sustancialmente la probabilidad de que otros espectadores siguientes respondan como deben. Más aún, como la mayoría de los grupos políticamente comprometidos no aciertan a discernir con la suficiente perspectiva el valor de sus propias acciones y su evolución, necesitan a otros -los espectadores- como espejos en los que evaluar su trayectoria. Las sanciones con que los espectadores pueden amenazarles, y el miedo al castigo, hacen más costosos los actos reprobables. El drama no transcurre igual con o sin audiencia. Es ésta la que decide si el drama acaba o debe continuar a fuerza de mostrar de múltiples modos su desagrado y abandonando el teatro, o al revés, proclamando con vítores su placer ante el espectáculo que contempla.


Para calibrar el poder del espectador que dejara de serlo y diera un paso al frente, bastaría medir el escándalo o el murmullo imparable que la simple voz que nombra o denuncia el mal suele suscitar en medio del silencio o de la complicidad generales. El poder del espectador es el poder contenido en la mayoría silenciosa que ellos componen y cuya etiqueta no constituye precisamente un timbre de gloria para sus miembros. El poder de esta "inmensa unidad negativa", en cuanto renuncia a ser ejercido, se convierte al instante en poder positivo de su contrario, esto es, de la minoría. Ya eso prueba por sí sólo, como explicó Hanna Arendt, "que una minoría puede tener un poder potencial mucho más grande del que cabría suponer limitándose a contar cabezas en los sondeos de opinión. La mayoría simplemente observadora [...] es ya en realidad un aliado latente de la minoría"

Los observadores neutrales son figuras capitales en los dramas de la historia tanto como en las historias individuales de crueldad, opresión o injusticia. Hay pruebas sobradas de que la práctica de la tortura decrece en respuesta a la publicidad y a las reacciones de los espectadores. El permiso tácito de muchos es quizá la mayor fuerza para el bien o el mal. No en vano, según adelantamos, "el grupo más numeroso en el sistema son los espectadores". Los cambios sociales más importantes contra la explotación o la esclavitud siempre han llegado por el compromiso de algunos espectadores del momento. Hasta que ellos se implican, el trabajo del criminal envalentonado transcurre sin desafío alguno.

 Ya sentenció Burke que lo único que se requiere para el triunfo del mal es que los buenos no hagan nada. En suma: no hay espectadores inocentes, porque escoger no ser parte de la solución es, de hecho, escoger ser parte del problema. Se ha llegado a defender que desde un punto de vista moral no puede existir algo así como un espectador: si se está presente, uno ya está tomando parte (Aurelio Arteta - 2010 - El mal público y su espectador. En Manuel Reyes Mate: Memoria histórica, reconciliación y justicia)

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