Los hombres ya han vuelto a tomar contacto con la
amabilidad. Se cruzan, acercándoseles mucho, con los soldados americanos, miran
sus uniformes. La vista de los aviones que vuelan muy bajo les produce placer.
Pueden dar la vuelta al campo si lo desean, pero si quisieran salir les dirían
–de momento- simplemente: “Está prohibido, vuelvan a entrar, por favor”.
Son amables con ellos, y ellos también son amables. Cuando
les dicen: “van ustedes a comer”, se lo creen. Desde ayer ya no desconfían de nada.
Sin embargo, no pueden decir que estos soldados los quieran especialmente. Son
soldados. Vienen de lejos, de Tejas, por ejemplo; han visto muchas cosas. Sin
embargo, no se esperaban esto. Acaban de destapar un extraño puchero. Es una
ciudad extraña. Hay muertos por el suelo, en medio de la basura, y unos tíos
que se pasean alrededor. Los hay que miran insistentemente a los soldados.
También los hay acostados en el suelo, con los ojos abiertos, que ya no miran
nada. Hay también tipos que hablan correctamente y que saben cosas sobre la
guerra. También hay tipos que se sientan al lado de las basuras y se quedan
cabizbajos indefinidamente.
Los soldados piensan quizás que no hay gran cosa que
decirles. Los han liberado. Sus músculos y sus fusiles. Pero no tienen nada que
decir. Es horroroso, sí, eso es cierto, ¡esos alemanes son algo más que unos
bárbaros! Frightful, yes, frightful!
Sí, verdaderamente horroroso.
Cuando el soldado dice esto en voz alta, algunos intentan
contarle cosas. El soldado escucha al principio, luego los tipos ya no paran:
ellos cuentan, cuentan, y en seguida el soldado deja de escuchar.
Algunos mueven la cabeza y sonríen apenas al mirar al
soldado, de modo que el soldado podría creer que lo desprecian un poco. Es
porque la ignorancia del soldado se hace patente, inmensa. Y al preso se le
revela por primera vez su propia experiencia, como ajena a él, en su totalidad.
Delante del soldado, bajo esa reserva, ya siente surgir dentro de sí el
sentimiento de poseer, de ahora en adelante, una especie de conocimiento
infinito, intransmisible.
También hay otros que dicen con el soldado y con su mismo
tono: “¡Sí, es escalofriante!” Éstos son mucho más humildes que los que no
hablan. Al repetir la expresión del soldado, le dejan creer que no hay lugar
para otro juicio que no sea el que él emite; le dejan creer que él, un soldado
que acaba de llegar, que está limpio y es fuerte, ha captado cabalmente toda
esta realidad, ya que ellos mismos, presos, dicen lo mismo que él al mismo
tiempo, con el mismo tono; que de alguna manera están de acuerdo. Finalmente,
algunos parecen haberlo olvidado todo. Miran al soldado sin verlo.
Las historias que los tipos cuentan son todas ciertas. Pero
se necesita mucha habilidad para transmitir una parcela de verdad, y, en estas
historias, no existe esta habilidad capaz de vencer la obligada incredulidad.
Aquí habría que creerlo todo, pero la verdad, al ser oída, puede resultar más
pesada que una fabulación. Una pizca de verdad bastaría, un ejemplo, una
noción. Pero aquí cada cual tiene más de un ejemplo que ofrecer, y hay millares
de hombres. Los soldados se pasean por una ciudad en la que sería necesario
unir todas las historias una tras otra, en la que nada es desdeñable. Pero
nadie tiene ese vicio. La mayoría de las conciencias se contentan con poco y
con algunas palabras se forman una opinión definitiva de lo que no se puede
llegar a conocer. Entonces por fin se cruzan tranquilamente con nosotros, se
acostumbran al espectáculo de esos miles de muertos y de agonizantes (Es más,
más adelante incluso, cuando Dachau esté en cuarentena a causa del tifus,
llegarán a meter en la cárcel a algunos presos que quieren salir del campo a
toda costa).
Inimaginable es
una palabra que no divide, que no restringe. Es la palabra más cómoda. Pasearse
con esta palabra como escudo, la palabra del vacío, y ya está; el paso coge
aplomo, se vuelve firme, la conciencia se recupera (Robert Antelme. La especie humana, 1947)
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