No hay que quedarse delante de este muro. No hay que hablar de él. El hambre es sólo una de las tretas de los SS. Rebelarse contra ella sería tan vano como rebelarse contra la alambrada y el frío. Deforma la cara, pone los ojos tensos. El rostro de Jacques, el estudiante de medicina, ya no es el mismo que conocimos cuando llegamos aquí. Está chupado y surcado por dos anchas arrugas y dividido por una nariz puntiaguda como la de los muertos. Nadie sabe allá, en su hogar, la rareza que podía encubrir este rostro. Allá miran siempre la misma fotografía, fotografía que ya no es de nadie. Los compañeros dicen: “no pueden imaginárselo”, y piensan en aquellos inocentes con sus rostros inmutables que habitan en un mundo de abundancia y de consistencia, con penalidades consumadas que parecen en sí mismas un muro inaudito.
Nos transformamos. La cara y el cuerpo van a la deriva, los guapos y los feos se confunden. Dentro de tres meses, seremos aún más diferentes, nos diferenciaremos aún menos unos de otros. No obstante, cada uno seguirá manteniendo la idea de su singularidad, vagamente.
Y porque aquí es totalmente imposible realizar mínimamente esta singularidad, podríamos algunas veces sentirnos fuera de la vida, en una especie de vacaciones horribles. Pero es una vida, nuestra verdadera vida, no tenemos ninguna otra para vivirla. Pues es realmente así como millones de hombres y su sistema quieren que vivamos, y así lo aceptan otros. Es aquí donde se realizan, se interrumpen realmente unos destinos singulares. La última visión de los que mueren es ésta, sin duda. Ahora, cuando pensamos, pedimos ya prestado todo el material a esta vida, y no a la de antes, a la “verdadera”. Así que también tenemos que luchar para no dejarnos sepultar por el anonimato, para no cesar de exigirnos a nosotros mismos lo que no le exigimos a otros. Descubrimos que uno puede abandonarse como antes jamás habríamos soñado que fuera posible.
Jacques, que está preso desde 1940 y cuyo cuerpo se pudre de furúnculos, y que nunca ha dicho y nunca dirá “estoy harto”, y que sabe que si no se las apaña para comer un poco más, va a morirse antes del final y que anda ya como un fantasma de huesos y que espanta incluso a los compañeros (porque ven en él la imagen de lo que pronto seremos) y que nunca ha querido y nunca querrá traficar en lo más mínimo con un capo para poder comer, y a quien los capos y los matasanos odiarán cada vez más porque está cada vez más delgado y su sangre se pudre, Jacques es lo que en religión se llama un santo. Nadie había pensado jamás, en su casa, que podía ser un santo. No esperan a un santo, sino a Jacques, al hijo, al novio. Son inocentes. Si vuelve sentirán respeto hacia él, por-lo-que-ha-sufrido, por lo que han sufrido todos. Van a intentar recuperarlo, hacer de él un marido.
Hay tipos a los que tal vez respetarán allá y que nos resultan tan horribles, más horribles que nuestros peores enemigos de allá. Hay también aquellos de los que no esperábamos nada, cuya existencia era allá la de un hombre sin historias, y que aquí se han comportado como héroes. Aquí es donde habremos conocido los mayores afectos y los más definitivos desprecios, el amor al hombre y el horror hacia él con una certeza más absoluta que jamás en ningún otro lugar.
Los SS que nos confunden no pueden inducirnos a confundirnos. No nos pueden impedir escoger. Aquí, por el contrario, la necesidad de escoger aparece desmesuradamente acrecentada y constante. Cuanto más nos transformamos, cuanto más nos alejamos de allá, cuanto más piensa el SS que estamos condenados a una indistinción y a una irresponsabilidad de las cuales presentamos una imagen incontestable, tantas más distinciones contiene, de hecho, nuestra comunidad, y estas distinciones son tanto más estrictas. El hombre de los campos no representa la abolición de estas diferencias. Al contrario, él es su realización efectiva.
Si fuésemos a buscar a un SS y le mostrásemos a Jacques, podríamos decirle: “Míralo, lo has convertido en este hombre podrido, amarillento, lo que más debe parecerse a lo que piensas que él es por naturaleza: el desecho, el desperdicio, lo habéis conseguido. Pues bien, vamos a deciros lo siguiente, algo que debería dejaros tiesos si “el error” pudiese matar: le habéis permitido convertirse en el más completo de los hombres, en el más seguro de sus poderes, de los recursos de su conciencia y del alcance de sus actos, en el más fuerte. No es que los desgraciados sean los más fuertes, no es tampoco que el tiempo esté de nuestra parte. Es que Jacques dejará un día de correr los riesgos que vosotros le hacéis correr, y que vosotros dejaréis de ejercer el poder que ejercéis y es que ya podemos responder a la pregunta: si puede decirse que hayáis ganado en algún momento. Con Jacques, no habéis ganado jamás. Queríais que robase, no ha robado. Queríais que lamiese el culo a los capos para comer, no lo ha hecho. Queríais que se riese para caer bien cuando un meister molía a golpes a un compañero, no se ha reído. Queríais sobre todo que pusiese en duda si una causa merecía que se descompusiese de esta manera, no ha dudado. Gozas ante esta ruina que se mantiene en pie ante tus ojos, pero es a ti a quien han estafado, jodido hasta la médula. No os enseñamos más que los furúnculos, las llagas, los cráneos grises, la lepra, y vosotros sólo creéis en la lepra. Os hundís cada vez más, jawohl! Teníamos razón, jawohl, alles Scheisse! Vuestra conciencia está tranquila. “¡Teníamos razón, no hay más que verlos!” Nosotros os hemos engañado como nadie lo ha hecho, y nosotros os llevamos hasta las últimas consecuencias de vuestro error. No os vamos a desengañar, quedaos tranquilos, os conduciremos hasta el final de vuestra barbarie. Nos dejaremos llevar hasta la muerte y veréis un montón de chusma que revienta.
“No contamos ni con la liberación de los cuerpos ni con la resurrección de los mismos para tener razón. Ahora es cuando, vivos y semejantes de despojos, nuestras razones triunfan. Es verdad que eso no se ve. Pero tenemos tanta más razón cuanto menos vivible es, tanta más razón cuantas menos posibilidades tenéis vosotros de daros cuenta de lo que sea. No sólo la razón está de nuestra parte, sino que somos la razón misma sometida por vosotros a la existencia clandestina. Y por eso podemos inclinarnos menos que nunca ante los triunfos aparentes. Comprended esto bien: vosotros habéis conseguido que la razón se transforme en conciencia. Habéis rehecho la unidad del hombre. Habéis fabricado la conciencia irreductible. Jamás podréis esperar que estemos a la vez en vuestro lugar y en nuestro pellejo, condenándonos. Aquí nunca nadie se convertirá a sí mismo en su propio SS” (Robert Antelme. La especie humana, 1947)
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