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lunes, 28 de diciembre de 2015

El corazón cría orgullo, como tocino el cerdo

Alexandr Soljenitsin
La sabiduría popular aconseja: si hablas contra el lobo, habla también en favor del lobo.
¿Cómo apareció esta raza de lobos entre nuestro pueblo? ¿Acaso no es de nuestra raíz? ¿No es de nuestra sangre?
Si, es de la nuestra.
Sin agitar demasiado los mantos blancos de justos, hagámonos cada uno esta pregunta: si mi vida hubiera dado un giro distinto ¿sería yo un verdugo igual que estos?
La pregunta es terrible si se pretende responder a ella con honradez.
Recuerdo mi tercer año en la universidad, el otoño de 1938. A los mozalbetes komsomoles nos llamaron al comité del distrito del Komsomol; una y otra vez, y casi sin preguntarnos nuestros deseos, nos metían por las narices encuestas a rellenar: basta ya de Física, Matemáticas y Química, la patria necesita que ingreséis en las escuelas de la NKVD. (Siempre pasa igual, no lo necesita éste o aquél, sino la patria misma, y lo que a la patria le conviene lo sabe perfectamente algún preboste y en nombre de ella habla).
Un año antes, el mismo comité nos quería enrolar en las escuelas de aviación. Y también nos escurrimos (nos daba pena dejar la universidad), pero no con la firmeza de ahora.
Un cuarto de siglo después se puede pensar: claro, es que sabíais que en torno bullían los arrestos, que torturaban en las cárceles y a qué sitio inmundo os arrastraban. ¡¡No!! Los furgones rodaban de noche y nosotros éramos los otros, los diurnos, los de las banderas. ¿De dónde íbamos a saber y por qué debíamos pensar en los arrestos? ¿Que habían renovado a todos los jefes regionales? Eso nos tenía sin cuidado. Encarcelaron a dos o tres profesores, bah, como con ellos no andábamos de parranda; además, los exámenes se ponían más fáciles. Los de veinte años marchábamos en las columnas de coetáneos de octubre y como coetáneos nos esperaba el futuro más radiante.
No es fácil precisar aquella cosa interior, no sostenida por razón alguna, que nos impedía dar la conformidad de ingreso en las escuelas de la NKVD. Esto no se aprendía en las lecciones de materialismo histórico: allí precisamente te enterabas de que la lucha contra el enemigo interno era un frente caliente, una misión de honor. Eso también estaba reñido con nuestra conveniencia práctica: una universidad de provincia entonces sólo nos podía ofrecer una escuela rural en algún lugar remoto y un salario escaso; las escuelas de la NKVD nos prometían raciones y salarios dobles o triples. Nuestras sensaciones no se podían expresar con palabras (aunque las supiéramos, nos habríamos cuidado de expresarlas unos a los otros). Lo que se resistía no era la cabeza, sino alguna parte del pecho. Ya te podían gritar de aquí y de allí: "¡es necesario!", pero el pecho se resistía: "No quiero, ¡ME REVUELVE LAS TRIPAS! Allá vosotros, que yo no entro en eso".
Eso venía de muy lejos, quizá de Lermontov, de aquellos decenios de la vida rusa en que, para el hombre decente, no había servicio peor ni más detestable que el de gendarme, lo cual se expresaba sin rebozo alguno. No, de más lejos aún. Sin saberlo nos redimíamos con el cobre por el que cambiamos el oro de nuestros antepasados, de aquellos tiempos en que la moral no se consideraba aún relativa y cuando el bien y el mal se distinguían simplemente con el corazón.
No obstante, alguno de los nuestros se enroló en aquello. Creo que si hubieran presionado con mucha fuerza, nos habrían quebrantado a todos. Y ahora quiero imaginarme: ¿Y si al empezar la guerra ya hubiera llevado yo las insignias de teniente en los galones azules? ¿Qué hubiera sido de mi? Claro, ahora puedo confortarme, pensando que mis vísceras no lo hubieran soportado, que allí me hubiera plantado, hubiera pegado un portazo. Pero, tumbado en la litera de la cárcel, rememoré mi verdadero camino de oficial y me asusté.
No llegué a oficial directamente del aula, no derrengado de tanto cálculo integral; anteriormente había servido medio año como soldado y, al parecer, a través de mi pellejo, supe qué significaba estar siempre dispuesto a obedecer con la barriga vacía a gente que quizá no fuera digna de ti. Y después otro medio año me martirizaron en la escuela de cadetes. Entonces tenía que haber asimilado para siempre el amargor del servicio de soldado si había sentido en mi pellejo el frío y las mataduras. Pues, no. Para consolarme me pusieron dos estrellas en los galones, después la tercera y la cuarta y lo olvidé todo....
Entonces, ¿conservé el amor a la libertad, del estudiante? En la vida lo tuvimos. Nuestro amor era por las formaciones, amor por las marchas.
Recuerdo muy bien que, precisamente en la escuela, experimenté la ALEGRÍA DE LA SIMPLIFICACIÓN: de ser un militar y NO RECAPACITAR. LA ALEGRÍA DE LA INMERSIÓN en aquello de como viven todos, como está aceptado en nuestro ambiente militar. La alegría de olvidar ciertas delicadezas espirituales aprendidas en la infancia.
En la escuela de cadetes andábamos siempre con hambre; estudiábamos la manera de raspar un cacho de más; nos observábamos celosamente unos a otros (algunos se dieron maña). Lo que más temíamos era no llegar a lucir los galones de oficial (los que no terminaban eran enviados a Stalingrado). Y nos enseñaban como a las fieras jóvenes: para enfierecernos más, para que después quisiéramos desquitarnos en alguien. Dormíamos poco, pero después de la retreta podían obligarnos, como castigo, a marcar el paso solos (bajo las órdenes de un sargento). O de noche levantaban a todo el pelotón y lo formaban en torno a una bota sucia: ahora este canalla limpiará la bota, y hasta que no brille, aquí os quedaréis todos.
Y, en la vehemente espera de los galones, ensayábamos los ampulosos andares de oficial y la voz metálica de las órdenes.
Y por fin nos atornillamos los cuadrados. Y, al mes escaso, cuando formaba mi batería en la retaguardia, obligué a mi negligente soldado Berbeniov a marcar el paso después de la retreta bajo el mando del indómito sargento Metlin... (¡Yo aquello lo tenía OLVIDADO, lo olvidé sinceramente con los años! Lo recuerdo ahora, inclinado sobre las cuartillas....) Y un viejo coronel que estaba de inspección me llamó y me abochornó. Y yo (¡había terminado la universidad!) me justificaba: así nos lo enseñaron en la escuela. O sea, ¿acaso podía haber razones humanitarias si estábamos en el Ejército?
(Tanto más en los Órganos)
El corazón cría orgullo, como tocino el cerdo.
Yo disparaba órdenes incontestables contra mis subordinados, convencido de que no podía haber nada igualable a aquellas órdenes. Hasta en el frente, donde la muerte al parecer nos equiparaba, mi poder me convenció rápidamente de que yo era de calidad superior. Sentado, los escuchaba a ellos de pie, cuadrados. Les cortaba la palabra, les hacía indicaciones. A padres y abuelos los trataba de "tú" (ellos a mi de "usted", claro). Los enviaba, bajo los proyectiles, a empalmar los cables rotos, para que los superiores no me lo reprocharan (Andriashin murió así). Comía mi mantequilla de oficial con galletas, sin pararme a pensar por qué a mi me correspondía y no al soldado. Claro, tenía ordenanza, al que yo cargaba de preocupaciones y obligaba a cuidar de mi persona y a prepararme toda la comida aparte de los soldados. (Los jueces de instrucción de la Lubianka no tienen ordenanza; de ellos no puedes decir eso.) Obligaba a los soldados a dar el callo, a excavarme refugios especiales en cada nuevo lugar y poner troncos gordos, para que yo estuviera cómodo y seguro. Oigan, perdón, pero en mi batería también había calabozo -¿cómo podría ser en el bosque?-, también un pozo, quizás algo mejor que el del grupo de Gorojovets, porque estaba techado y daban la comida de los soldados, y allí estuvo Viushkov, por perder un caballo, y Popkov, por mal estado de la carabina. Perdón, recuerdo algo más: me hicieron un portamapas de cuero alemán (no de cuero humano, no, del asiento del chofer), pero no tenía correa. Yo estaba desconsolado. De pronto, a un comisario de un destacamento guerrillero (del comité del distrito local) le vi una correa como la que me hacía falta, y se la quitamos: ¡nosotros éramos el Ejército, éramos superiores!
Eso hacen con el hombre unos galones. ¡Y qué fue de los consejos de mi abuela ante el icono! ¡Y qué fue de las ilusiones de pionero sobre la futura Santa Igualdad!
Y cuando en el puesto de mando del jefe de la brigada me arrancaron los del SMERSH los malditos galones y me quitaron la correa y me empujaban hacia su coche, con mi destino vuelto del revés, tanto más me dolía que, degradado, tenía que cruzar la habitación de los telefonistas. ¡Los soldados rasos no deberían verme con aquellas trazas!
Alexandr Soljenitsin (Archipiélago Gulag, 1973)

miércoles, 1 de agosto de 2012

El otro como despreciable

Una de las peores cosas que podemos hacer a otro ser humano es privarle de su humanidad, despojarlo de todo valor mediante el proceso psicológico de la deshumanización. Esto sucede cuando pensamos que los "otros" no tienen los mismos sentimientos, pensamientos, valores y metas que nosotros. Rebajamos o borramos de nuestra conciencia toda cualidad humana que esos "otros" puedan tener en común con nosotros. Lo hacemos mediante los mecanismos psicológicos de la intelectualización, la negación y el aislamiento de las emociones. En contraste con las relaciones humanas, que son subjetivas, personales y emocionales, las relaciones deshumanizadas tienen un carácter objetivo y analítico y carecen de empatía o de contenido emocional.
Usando los términos de Martin Buber, las relaciones humanizadas son "yo-tú", mientras que las relaciones deshumanizadas son "yo-eso". Con el tiempo, la persona deshumanizadora suele ser absorbida por la negatividad de la experiencia y luego el "yo" mismo cambia para producir una relación "eso-eso" entre objetos, o entre la persona y la víctima. El hecho de ver a esos "otros" como subhumanos, inhumanos, infrahumanos, prescindibles o "animales" se facilita mediante etiquetas, estereotipos, consignas e imágenes propagandísticas.

A veces la deshumanización desempeña una función adaptativa para alguien que deba suspender su respuesta emocional habitual en una emergencia, en una crisis o en una situación de trabajo que exija invadir la intimidad de otras personas. Puede que los cirujanos tengan que hacerlo al llevar a cabo operaciones que violen el cuerpo de otra persona, y lo mismo pueden tener que hacer las primeras personas que responden a un desastre. Suele ocurrir lo mismo cuando una persona desempeña un trabajo que le exige atender a muchas otras. En algunas profesiones de naturaleza asistencial, como la psicología clínica, la asistencia social o la medicina, este proceso recibe el nombre de "preocupación indiferente". El profesional se encuentra en la posición paradójica de tener que deshumanizar a los clientes para ayudarlos o curarlos.
 
La deshumanización suele facilitar la realización de actos abusivos y destructivos contra las personas que se cosifican de este modo. "Hacía que se insultaran unos a otros, les hacía limpiar los retretes con las manos. Prácticamente llegué a ver a los internos como si fueran ganado y no dejaba de pensar: no debo quitarles el ojo de encima por si están tramando algo". Es difícil imaginar que uno de nuestros carceleros pudiera caracterizar de este modo a los reclusos, otros estudiantes universitarios como él que, de no ser porque la moneda cayó del lado malo, estarían llevando su uniforme.

Otro carcelero del EPS nos da un ejemplo más: "Estaba harto del hedor de la prisión, de ver a los reclusos con harapos y oliendo tan mal. Veía como se atacaban unos a otros porque se lo ordenábamos".

Como ocurre en las prisiones de verdad, el experimento de la prisión de Stanford creó una ecología de la deshumanización mediante muchísimos mensajes directos que se repetían constantemente. Empezó con la pérdida de libertad, se extendió hasta la pérdida de intimidad y finalmente llegó a la pérdida de la identidad personal. Separó a los internos de su pasado, de su comunidad y de su familia y sustituyó su realidad habitual por una realidad presente que les obligaba a convivir con otros reclusos en una celda anónima y sin espacio personal. Su conducta estaba dictada por unas normas coactivas externas y por las decisiones arbitrarias de los carceleros.En un nivel mucho más sutil, en nuestra prisión, como en todas las prisiones que conozco, las emociones estaban reprimidas, inhibidas, distorsionadas. Al cabo de unos pocos días, las emociones relacionadas con el afecto y la bondad habían desaparecido de los carceleros y los reclusos.


En los entornos institucionales, la expresión de las emociones humanas se reprime porque representan unas reacciones individuales impulsivas y con frecuencia imprevisibles, cuando lo que se espera es una uniformidad de las reacciones colectivas. Los reclusos del EPS se vieron deshumanizados de muchas maneras por el trato de los carceleros y por unos procedimientos institucionales degradantes. Sin embargo, no tardaron en agravar ellos mismos esta deshumanización reprimiendo sus respuestas emocionales salvo cuando se "desmoronaron". Las emociones son esenciales para la humanidad. Mantener las emociones bajo control es esencial en las prisiones porque son una señal de debilidad y vulnerabilidad para los carceleros y para los otros reclusos (Philip Zimbardo. El efecto Lucifer, 2008)

lunes, 30 de julio de 2012

La vida es el arte de vivir engañado; y para que el engaño tenga éxito debe ser habitual y constante

Ocultar los micrófonos en las celdas nos permitió saber de qué hablaban los reclusos en privado, durante los ratos de tregua entre los recuentos, las tareas desagradables y otras actividades “públicas”. Recordemos que los tres internos de cada celda no se conocían antes del experimento. Solo podían llegar a conocerse cuando estaban solos en sus celdas porque tenían prohibido hablar durante los momentos “públicos”. Supusimos que buscarían puntos en común para relacionarse, dada la estrechez de las celdas y porque esperaban pasar juntos dos semanas. Esperábamos oírles hablar de su vida en la universidad, de sus estudios, sus vocaciones, sus novias, sus equipos favoritos, sus aficiones y gustos musicales, de lo que harían el resto del verano al acabar el experimento o de lo que harían con el dinero ganado.

¡Pero resulta que no! En realidad no se cumplió ninguna de estas expectativas. El 90% de las charlas entre los reclusos giró en torno a la prisión. Sólo un simple 10% giró en torno a temas de carácter personal o autobiográfico que no tenían relación con la experiencia en la prisión. Los principales temas de conversación eran la comida, el acoso de los carceleros, la formación de una comisión de quejas, elaborar planes de fuga, las visitas, y la conducta de los reclusos de las otras celdas y de los encerrados en aislamiento.

Cuando tenían la oportunidad de distanciarse un poco del acoso de los carceleros y del tedio de programa de actividades, de trascender su papel de reclusos y establecer su identidad personal en alguna interacción social, no lo hacían. El rol de recluso dominaba todas sus expresiones individuales y el entorno de la prisión impregnaba todas sus actitudes y preocupaciones, obligándoles a adoptar una orientación temporal basada en el presente. La presencia o ausencia de alguien que les vigilara no tenía importancia.

Al no compartir con nadie sus expectativas pasadas y futuras, lo único que cada recluso sabía de los demás se basaba en observar cómo actuaban en el presente. Sabemos que lo que podían ver de los demás durante los recuentos y otras actividades degradantes era una imagen negativa. Esa imagen era lo único que tenían para hacerse una idea de la personalidad de sus compañeros. El hecho de que los reclusos se centraran en la situación inmediata también contribuyó a crear una mentalidad que intensificaba la negatividad de sus experiencias. En general, solemos hacer frente a las situaciones negativas encapsulándolas en una perspectiva temporal que combina la idea de un futuro diferente y mejor con el recuerdo de un pasado agradable.

Esta intensificación autoimpuesta de la mentalidad propia de un recluso tuvo una consecuencia aún más negativa: los reclusos empezaron a adoptar y a aceptar las imágenes negativas que los carceleros habían creado de ellos. La mitad de todas las interacciones privadas entre los reclusos se pueden clasificar de insolidarias y poco cooperadoras. Peor aún, cuando los reclusos hacían afirmaciones que evaluaban a sus compañeros o que expresaban el concepto que tenían de ellos, ¡el 85% eran comentarios de desprecio o desfavorables en general! Este porcentaje es estadísticamente significativo: el hecho de centrarse en temas relacionados con la prisión en lugar de temas ajenos a ella sólo se daría al azar una vez de cada cien, mientras que el hecho de hacer atribuciones negativas a los otros reclusos en lugar de atribuciones positivas o neutras sólo se daría al azar cinco veces de cada cien. Esto significa de que estos efectos conductuales son “reales” y que no cabe atribuirlos a fluctuaciones aleatorias en las conversaciones de los reclusos mientras se hallaban en la intimidad de sus celdas.

Al interiorizar de esta manera el carácter opresivo del entorno de la prisión, los reclusos se formaron una impresión de sus compañeros viéndoles humillados, portándose como borregos o cumpliendo órdenes degradantes sin rechistar. Si en la prisión no sentían ningún respeto por los demás, ¿cómo iban a sentirlo por sí mismos? Este descubrimiento inesperado me recuerda el fenómeno de la “identificación con el agresor”. El psicólogo Bruno Bettelheim empleó este término (que ya había sido usado antes por Anna Freud) para designar la forma en que los presos de los campos de concentración nazis interiorizaban el poder de sus opresores. Bettelheim observó que algunos prisioneros actuaban igual que sus guardias nazis y que, además de maltratar a otros prisioneros, también llevaban puestos restos de uniformes de las SS. Si una víctima intenta sobrevivir desesperadamente en una situación hostil e imprevisible, de alguna forma percibe lo que desea el agresor y, en lugar de hacerle frente, se identifica con él y llega a convertirse en él. La aterradora diferencia entre el poder de los guardias y la impotencia de los prisioneros se minimiza psicológicamente mediante esta acrobacia mental. Mentalmente, la persona se identifica con el enemigo. Este autoengaño impide evaluar la propia situación de una manera realista, inhibe la actuación efectiva, las estrategias de afrontamiento o la rebelión, y anula la compasión por los que sufren la misma suerte (Philip Zimbardo. El efecto Lucifer, 2008)