Alexandr Soljenitsin |
¿Cómo apareció esta raza de lobos entre nuestro pueblo? ¿Acaso no es de nuestra raíz? ¿No es de nuestra sangre?
Si, es de la nuestra.
Sin agitar demasiado los mantos blancos de justos, hagámonos cada uno esta pregunta: si mi vida hubiera dado un giro distinto ¿sería yo un verdugo igual que estos?
La pregunta es terrible si se pretende responder a ella con honradez.
Recuerdo mi tercer año en la universidad, el otoño de 1938. A los mozalbetes komsomoles nos llamaron al comité del distrito del Komsomol; una y otra vez, y casi sin preguntarnos nuestros deseos, nos metían por las narices encuestas a rellenar: basta ya de Física, Matemáticas y Química, la patria necesita que ingreséis en las escuelas de la NKVD. (Siempre pasa igual, no lo necesita éste o aquél, sino la patria misma, y lo que a la patria le conviene lo sabe perfectamente algún preboste y en nombre de ella habla).
Un año antes, el mismo comité nos quería enrolar en las escuelas de aviación. Y también nos escurrimos (nos daba pena dejar la universidad), pero no con la firmeza de ahora.
Un cuarto de siglo después se puede pensar: claro, es que sabíais que en torno bullían los arrestos, que torturaban en las cárceles y a qué sitio inmundo os arrastraban. ¡¡No!! Los furgones rodaban de noche y nosotros éramos los otros, los diurnos, los de las banderas. ¿De dónde íbamos a saber y por qué debíamos pensar en los arrestos? ¿Que habían renovado a todos los jefes regionales? Eso nos tenía sin cuidado. Encarcelaron a dos o tres profesores, bah, como con ellos no andábamos de parranda; además, los exámenes se ponían más fáciles. Los de veinte años marchábamos en las columnas de coetáneos de octubre y como coetáneos nos esperaba el futuro más radiante.
No es fácil precisar aquella cosa interior, no sostenida por razón alguna, que nos impedía dar la conformidad de ingreso en las escuelas de la NKVD. Esto no se aprendía en las lecciones de materialismo histórico: allí precisamente te enterabas de que la lucha contra el enemigo interno era un frente caliente, una misión de honor. Eso también estaba reñido con nuestra conveniencia práctica: una universidad de provincia entonces sólo nos podía ofrecer una escuela rural en algún lugar remoto y un salario escaso; las escuelas de la NKVD nos prometían raciones y salarios dobles o triples. Nuestras sensaciones no se podían expresar con palabras (aunque las supiéramos, nos habríamos cuidado de expresarlas unos a los otros). Lo que se resistía no era la cabeza, sino alguna parte del pecho. Ya te podían gritar de aquí y de allí: "¡es necesario!", pero el pecho se resistía: "No quiero, ¡ME REVUELVE LAS TRIPAS! Allá vosotros, que yo no entro en eso".
Eso venía de muy lejos, quizá de Lermontov, de aquellos decenios de la vida rusa en que, para el hombre decente, no había servicio peor ni más detestable que el de gendarme, lo cual se expresaba sin rebozo alguno. No, de más lejos aún. Sin saberlo nos redimíamos con el cobre por el que cambiamos el oro de nuestros antepasados, de aquellos tiempos en que la moral no se consideraba aún relativa y cuando el bien y el mal se distinguían simplemente con el corazón.
No obstante, alguno de los nuestros se enroló en aquello. Creo que si hubieran presionado con mucha fuerza, nos habrían quebrantado a todos. Y ahora quiero imaginarme: ¿Y si al empezar la guerra ya hubiera llevado yo las insignias de teniente en los galones azules? ¿Qué hubiera sido de mi? Claro, ahora puedo confortarme, pensando que mis vísceras no lo hubieran soportado, que allí me hubiera plantado, hubiera pegado un portazo. Pero, tumbado en la litera de la cárcel, rememoré mi verdadero camino de oficial y me asusté.
No llegué a oficial directamente del aula, no derrengado de tanto cálculo integral; anteriormente había servido medio año como soldado y, al parecer, a través de mi pellejo, supe qué significaba estar siempre dispuesto a obedecer con la barriga vacía a gente que quizá no fuera digna de ti. Y después otro medio año me martirizaron en la escuela de cadetes. Entonces tenía que haber asimilado para siempre el amargor del servicio de soldado si había sentido en mi pellejo el frío y las mataduras. Pues, no. Para consolarme me pusieron dos estrellas en los galones, después la tercera y la cuarta y lo olvidé todo....
Entonces, ¿conservé el amor a la libertad, del estudiante? En la vida lo tuvimos. Nuestro amor era por las formaciones, amor por las marchas.
Recuerdo muy bien que, precisamente en la escuela, experimenté la ALEGRÍA DE LA SIMPLIFICACIÓN: de ser un militar y NO RECAPACITAR. LA ALEGRÍA DE LA INMERSIÓN en aquello de como viven todos, como está aceptado en nuestro ambiente militar. La alegría de olvidar ciertas delicadezas espirituales aprendidas en la infancia.
En la escuela de cadetes andábamos siempre con hambre; estudiábamos la manera de raspar un cacho de más; nos observábamos celosamente unos a otros (algunos se dieron maña). Lo que más temíamos era no llegar a lucir los galones de oficial (los que no terminaban eran enviados a Stalingrado). Y nos enseñaban como a las fieras jóvenes: para enfierecernos más, para que después quisiéramos desquitarnos en alguien. Dormíamos poco, pero después de la retreta podían obligarnos, como castigo, a marcar el paso solos (bajo las órdenes de un sargento). O de noche levantaban a todo el pelotón y lo formaban en torno a una bota sucia: ahora este canalla limpiará la bota, y hasta que no brille, aquí os quedaréis todos.
Y, en la vehemente espera de los galones, ensayábamos los ampulosos andares de oficial y la voz metálica de las órdenes.
Y por fin nos atornillamos los cuadrados. Y, al mes escaso, cuando formaba mi batería en la retaguardia, obligué a mi negligente soldado Berbeniov a marcar el paso después de la retreta bajo el mando del indómito sargento Metlin... (¡Yo aquello lo tenía OLVIDADO, lo olvidé sinceramente con los años! Lo recuerdo ahora, inclinado sobre las cuartillas....) Y un viejo coronel que estaba de inspección me llamó y me abochornó. Y yo (¡había terminado la universidad!) me justificaba: así nos lo enseñaron en la escuela. O sea, ¿acaso podía haber razones humanitarias si estábamos en el Ejército?
(Tanto más en los Órganos)
El corazón cría orgullo, como tocino el cerdo.
Yo disparaba órdenes incontestables contra mis subordinados, convencido de que no podía haber nada igualable a aquellas órdenes. Hasta en el frente, donde la muerte al parecer nos equiparaba, mi poder me convenció rápidamente de que yo era de calidad superior. Sentado, los escuchaba a ellos de pie, cuadrados. Les cortaba la palabra, les hacía indicaciones. A padres y abuelos los trataba de "tú" (ellos a mi de "usted", claro). Los enviaba, bajo los proyectiles, a empalmar los cables rotos, para que los superiores no me lo reprocharan (Andriashin murió así). Comía mi mantequilla de oficial con galletas, sin pararme a pensar por qué a mi me correspondía y no al soldado. Claro, tenía ordenanza, al que yo cargaba de preocupaciones y obligaba a cuidar de mi persona y a prepararme toda la comida aparte de los soldados. (Los jueces de instrucción de la Lubianka no tienen ordenanza; de ellos no puedes decir eso.) Obligaba a los soldados a dar el callo, a excavarme refugios especiales en cada nuevo lugar y poner troncos gordos, para que yo estuviera cómodo y seguro. Oigan, perdón, pero en mi batería también había calabozo -¿cómo podría ser en el bosque?-, también un pozo, quizás algo mejor que el del grupo de Gorojovets, porque estaba techado y daban la comida de los soldados, y allí estuvo Viushkov, por perder un caballo, y Popkov, por mal estado de la carabina. Perdón, recuerdo algo más: me hicieron un portamapas de cuero alemán (no de cuero humano, no, del asiento del chofer), pero no tenía correa. Yo estaba desconsolado. De pronto, a un comisario de un destacamento guerrillero (del comité del distrito local) le vi una correa como la que me hacía falta, y se la quitamos: ¡nosotros éramos el Ejército, éramos superiores!
Eso hacen con el hombre unos galones. ¡Y qué fue de los consejos de mi abuela ante el icono! ¡Y qué fue de las ilusiones de pionero sobre la futura Santa Igualdad!
Y cuando en el puesto de mando del jefe de la brigada me arrancaron los del SMERSH los malditos galones y me quitaron la correa y me empujaban hacia su coche, con mi destino vuelto del revés, tanto más me dolía que, degradado, tenía que cruzar la habitación de los telefonistas. ¡Los soldados rasos no deberían verme con aquellas trazas!
Alexandr Soljenitsin (Archipiélago Gulag, 1973)