Norbert Elias |
En estrecha relación con la mayor relegación posible del morir y de la muerte de la vida social y convivencial de la gente, y con el correspondiente ocultamiento del hecho de morir, sobre todo ante los niños, se halla en nuestros días un peculiar sentimiento de embarazo por parte de los vivos en presencia de un moribundo. Con frecuencia no saben qué decir. El vocabulario a utilizar en tal situación es relativamente pobre. Los sentimientos ante una situación penosa contienen las palabras. Para los moribundos puede resultar bastante amargo. Se sienten abandonados mientras aún están vivos. Pero tampoco aquí se presenta aislado el problema que el morir y la muerte plantea a quienes quedan detrás. Este laconismo, esta falta de espontaneidad en la expresión de la compasión en situaciones críticas de otras personas, no se limita a la presencia de un moribundo o del allegado de un muerto. Se muestra, en el actual estadio de nuestro proceso civilizador, en muchas ocasiones que requieren la expresión de una fuerte participación emocional sin pérdida de autocontrol. Algo parecido ocurre también respecto a situaciones en las que ha de expresarse amor o ternura. En todos estos casos, los individuos, sobre todo en las generaciones más jóvenes de nuestro tiempo, se ven reducidos, a la hora de expresar sus sentimientos, a sus propias reservas, a su propia capacidad de invención, y ello en mayor medida que en los siglos pasados. La tradición social proporciona a la gente, en menor medida que antes, formas de expresión estereotipadas, formas de comportamientos estandarizados que pudieran aliviar la fuerte carga emotiva que conllevan tales situaciones. Las fórmulas y ritos convencionales de antes se siguen efectivamente utilizando, pero cada vez son más las personas que encuentran embarazoso servirse de ellas porque se les antojan vacías y triviales. A los oídos de muchas personas jóvenes, los recursos retóricos rituales de la vieja sociedad, que facilitaban el dominio de situaciones críticas de la vida, suenan a rancio y a falso. Y no existen todavía nuevos rituales que puedan corresponderse con las normas de la sensibilidad y el comportamiento presentes y que puedan por tanto aligerar la superación de las situaciones vitales críticas que se repiten con una cierta frecuencia.
Presentaríamos un cuadro falso si despertáramos la impresión de que ésta problemática de la relación entre sanos y moribundos, entre los vivos y los muertos, específica de la época, es algo aislado. Lo que aquí se nos presenta es un problema parcial, un aspecto de la problemática global de la civilización en nuestro actual estadio.
Margravina Wilhelmine Friederike Sophie |
Quizá se vez con mayor claridad lo peculiar de la situación presente si se trae a colación un ejemplo del pasado relacionado con este problema. A finales de octubre de 1758, la Margravina de Bayreuth, hermana de Federico II de Prusia, yacía en su lecho de muerte.
El rey no podía acudir a su lado, pero se apresuró a enviarle a su médico de cámara Cothenius, por si podía servirle aún de alguna ayuda. Al mismo tiempo le envió unos versos y la siguiente carta, fechada el 20 de octubre de 1758:
"Mi más tiernamente querida hermana:
Recibe con benevolencia los versos que junto con la presente te envío. Estoy tan lleno de ti, del peligro que corres y de mi gratitud, que tu imagen está constantemente enseñoreada de mi alma y gobierna todos mis pensamientos; en la vigilia o en el sueño; escriba prosa o poesía. ¡Quiera oír el cielo los deseos que a diario le hago llegar por tu recuperación! Cothenius está en camino; le idolatraré si preserva a la persona que en todo el mundo más me importa, a la que en más estima tengo, a la que venero y de la que, hasta el momento en que también yo haya de devolver mi cuerpo a los elementos, seguirá siendo mi más tiernamente querida hermana.
Tu leal y devoto hermano y amigo, Friedrich."
El rey escribió esta carta de despedida a su hermana en lengua alemana, lo que no solía hacer. Es de suponer que, si pudo llegar a leerla, la carta trajera consuelo a la moribunda y le hiciera más liviana su despedida del mundo.
Federico II el Grande |
El idioma alemán no es especialmente rico en expresiones matizadas para expresar los sentimientos que surgen cuando existen lazos afectivos de carácter no sexual: no sexual con independencia de cuál sea su origen. Faltan por ejemplo términos equivalentes a las palabras inglesas "affection" y "affectionate". Las palabras "Zuneigung" y "zugetan", que implican "inclinación", no se aproximan del todo al calor que tiene la expresión inglesa, y tampoco son tan usuales. La expresión que utiliza Federico "Mi más tiernamente querida hermana" es sin duda una fiel expresión de sus sentimientos. ¿Se utilizaría hoy todavía? La relación afectiva de Federico con su hermana fue probablemente la relación afectiva más fuerte con una mujer, o en general con una persona, que el rey tuviera en toda su vida. Podemos asumir que los sentimientos expresados en esta carta eran sinceros. La inclinación entre hermano y hermana fue recíproca. Es evidente que también entendió que el asegurarle su afecto no menguado haría bien a la moribunda. Ahora bien, está claro que la expresión de esos sentimientos resultaba más fácil por el hecho de poder servirse sin reparo de determinadas convenciones del lenguaje de su sociedad que llevaban su pluma. El lector actual, con un oído demasiado sensible para con los clichés del pasado, quizá encuentre convencionales expresiones como "tu imagen está constantemente enseñoreada de mi alma", o halle de un barroquismo teatral expresiones como "quiera oír el cielo los deseos", sobre todo en labios de un monarca al que no se tenía precisamente por excesivamente devoto. Federico utiliza aquí efectivamente fórmulas convencionales como expresión de sus sentimientos. Pero las usa con tal acierto que dejan traslucir la sinceridad de sus sentimientos, y puede darse por supuesto que la receptora de la carta percibe esa sinceridad. La estructura de la comunicación estaba organizada de tal modo que los destinatarios eran capaces de distinguir entre el uso sincero y el uso insincero de las frases corteses, mientras que nuestro oído ya no oye adecuadamente tales matices de la cortesía.
Om Mani Padme Hum |
Esto arroja al mismo tiempo un súbito rayo de luz sobre nuestra situación presente. El breve empuje informalizador, en cuyo curso nos encontramos, nos vuelve sobremanera suspicaces ante las fórmulas y los rituales bien establecidos de generaciones anteriores.Muchas fórmulas socialmente prescritas llevan el aura de pasados sistemas de dominación; no es posible seguir utilizándolos de una manera mecánica, como el omani patme o las ruedas de plegarias de los monjes budistas. Pero al mismo tiempo, el cambio civilizatorio genera en su etapa actual en muchas personas un considerable temor y a menudo una incapacidad para expresar emociones fuertes, tanto en público como en la vida privada. Estas emociones sólo encuentran al parecer una válvula de escape en las luchas sociales y políticas. En el siglo XVII los hombres todavía podían llorar en público, mientras que hoy es mucho más raro y difícil. Únicamente las mujeres conservan esta capacidad. Tan sólo a ellas se les permite socialemente. Y no sabemos por cuanto tiempo.
En presencia de los moribundos -o de los allegados de los muertos- aparece por tanto con especial claridad un dilema característico del actual proceso de civilización. Una tendencia a la informalización que se manifiesta en el curso de este proceso ha llevado a que toda una serie de rutinas tradicionales del comportamiento, entre ellas el uso de fórmulas rituales, se hayan vuelto sospechosas, y en parte embarazosas, en las grandes situaciones críticas de la vida humana. La responsabilidad de encontrar la palabra y el gesto adecuados vuelven a recaer, como hemos dicho, en el individuo. La preocupación por evitar formas y rituales preparados de antemano aumenta las exigencias que se imponen a la capacidad ideativa y expresiva de cada persona. Pero precisamente debido a las peculiaridades del actual estadio de la civilización, mucha gente no está actualmente en condiciones de cumplir tal compromiso. La forma de vida en común en la que se basa este estadio de la civilización exige y genera un grado bastante algo de automática reserva ante la expresión de emociones y afectos espontáneos fuertes entre las personas unidas entre sí de esa manera. Muchas veces sólo pueden superar la barrera que les impide actuar movidos por fuertes sentimientos, y verbalizarlos, cuando se encuentran bajo una presión excepcional. Así, el hablar sin embarazo con moribundos, o el dirigirse a ellos sin sentir inhibición alguna, resulta difícil.
Tan sólo las rutinas institucionalizadas de los hospitales configuran socialmente la situación del final de la vida. Crean unas formas de gran pobreza emotiva y contribuyen mucho al relegamiento a la soledad del moribundo. A los partidarios de una creencia en lo sobrenatural quizá los rituales mortuorios les transmitan el sentimiento de que hay gente que se preocupa personalmente por ellos, lo que a buen seguro constituye la función real de tales rituales. Pero por lo demás, la situación del tránsito hacia la muerte carece en nuestra sociedad de forma en medida considerable: es un espacio en blanco en nuestro mapa social. Los rituales seculares se han vaciado en gran parte de sentimiento: a las fórmulas seculares tradicionales les falta el poder de convicción. Hay tabúes que prohíben mostrar unos sentimientos demasiado intensos, aún cuando esos sentimientos existan. También el aura tradicional de misterio que rodea al hecho de la muerte, con sus residuos de gestos mágicos -se abren las ventanas, se paran los relojes- hace más difícil el tratamiento de la muerte como problema humano social, que los hombres tienen que resolver unos con otros y unos para otros. En la actualidad, las personas allegadas o vinculadas con los moribundos se ven muchas veces imposibilitadas de ofrecerles apoyo y consuelo mostrándolas su ternura y su afecto. Les resulta difícil cogerles la mano o acariciarlos a fin de hacerles sentir una sensación de cobijo y de que siguen perteneciendo al mundo de los vivos. El excesivo tabú que la civilización impone a la expresión de sentimientos espontáneos les ata muchas veces las manos y lengua. También puede ocurrir que los vivientes sientan de un modo semiinconsciente que la muerte tiene carácter contagioso y que es una amenaza, e involuntariamente se apartan de los moribundos. Y sin embargo, al igual que ocurre con toda despedida de personas íntimas, quizá sus gestos de afecto íntegro sean de la mayor ayuda para quien parte definitivamente, aparte del alivio para sus dolores físicos que puedan proporcionarle quienes quedan detrás (Norbert Elias, 1982. La soledad de los moribundos).
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