Las víctimas son incómodas porque nos recuerdan nuestra fragilidad y hasta qué punto llega la crueldad del ser humano. Las víctimas nos incomodan porque no sabemos qué decirles y porque, en el fondo, la sociedad sabe que puede tener cierta parte de responsabilidad en el hecho de la victimización.
En opinión de Enrique Echeburúa “el terrorismo ha generado una degradación moral. Al ser un fenómeno prolongado, siempre que no nos afecte directamente, actuamos como si no existiese, pero esto es una degradación moral porque vecinos nuestros no tienen libertad y no les ofrecemos ese plus de apoyo social. Eso implica un nivel de cobardía, estamos ante víctimas radicalmente inocentes, lo que les pasa es radicalmente injusto y debemos preguntarnos qué hemos hecho para permitir esto”[1]. La indiferencia hacia las víctimas facilita el desarrollo del terrorismo en cuanto que inhibe la solidaridad ante situaciones injustas y permite el desamparo de éstas.
Existen diversos mecanismos psicosociales que pueden ser utilizados en el intento de neutralizar a las víctimas. La estigmatización supone siempre el resultado de un proceso especialmente activo e intencional, en el que la injuria suele constituir una parte sustancial del contenido de los diferentes discursos de atribución estigmatizadora.[2]
En general las estigmatizaciones suelen basarse en generalizaciones estereotípicas excesivamente simplificadoras de la realidad, incapaces de reflejar las importantes diferencias que inevitablemente se pondrían de manifiesto si se pudiesen comparar individualmente todos los individuos del grupo estigmatizado.
Erving Goffman |
El estigma será más creíble y duradero cuanto más unánime y documentado sea el conjunto de “datos” y “pruebas” que definen los rasgos abominables característicos de los colectivos estigmatizados. Goffman[3] señala cómo construimos teorías e ideologías estigmatizadoras para “explicar la inferioridad y dar cuenta del peligro que representa esa persona” o grupo. Cualquier categorización estereotípica estigmatiza a “los otros” considerándoles seres muy diferentes de nosotros, y por lo tanto, muy alejados de nuestros grupos de pertenencia y referencia a nivel racial, cultural y moral.[4]
La estigmatización de personas y grupos tiene una utilidad social. La diferencia y el alejamiento cumplirían tres funciones complementarias[5]:
- Simplificar y agilizar la percepción de la realidad
- Defender nuestro ego y autoestima
- Mantener el statu quo social.
Las funciones deslegitimadoras de los estereotipos negativos se agudizan más fácilmente en aquellas situaciones sociales de competición y/o conflicto en las que los grupos sociales se tengan que enfrentar de manera directa o indirecta. Así en los casos de guerra, la naturaleza estigmatizadora del enemigo constituye siempre un paso previo.
Roy Eidelson |
En los conflictos internos, cuando el enemigo es absolutamente “interior”, como ocurre con las disidencias políticas, la estigmatización se basa casi siempre en la degradación moral.
Una segunda estrategia tiene que ver con los procesos de deshumanización. Básicamente consiste en un intento de despojar al otro de toda característica humana para así eliminar cualquier rasgo personal que pueda despertar sentimientos de piedad, solidaridad, identificación o cualquier otro que pueda recordar al agresor que está tratando con alguien que es básicamente como él, un ser humano.
Dentro del proceso de construcción del enemigo, la deshumanización supone, por tanto, un proceso de “cosificación” de forma que el otro pierde su condición de ser humano y rápidamente se convierte en un obstáculo, cuando no un peligro, por lo que es lógica su elusión y, si es posible, su eliminación.
La deshumanización de la víctima ha sido una de las principales estrategias terroristas por una parte, pero además también se puede convertir en un medio de neutralización de su influencia en el escenario político.
La conducta discriminativa hacia otras personas no requiere necesariamente de situaciones de conflicto o de competencia por recursos. Desafortunadamente es más sencillo que todo eso. Basta con activar en la persona su identidad grupal, su sentido de pertenencia a un grupo y colocarlo en un contexto intergrupal. En estas circunstancias, aunque la persona no sepa quiénes son los otros miembros de su grupo, y desconozca quiénes son los miembros del exogrupo, surgirá rutinariamente una fuerte tendencia a favorecer al endogrupo. La discriminación es una reacción prácticamente espontánea en la dinámica de las relaciones intergrupales.
Daniel Bar-Tal |
Existen diversas formas de entender los procesos de deshumanización grupal. Para Bar-Tal[7] el grupo se siente amenazado porque percibe que el exogrupo le impide lograr sus metas y, además, percibe las metas del exogrupo como ultrajantes, inverosímiles, irracionales o malévolas. En este contexto, la deslegitimación ayuda a defender la supervivencia del endogrupo y se produce mediante la atribución de características tan extremadamente negativas que excluyen al exogrupo del escenario humano compartido por los grupos sociales.
Una segunda forma de deshumanización implicaría la desconexión moral en las relaciones con el exogrupo. Según Optow[8], cuando las personas categorizan el mundo social establecen los “espacios categoriales” que quedan incluidos y excluidos del mundo moral. Los sentimientos de obligación moral se reservan siempre a la familia, a los amigos y a aquellos que comparten valores, normas y cultura. Pero hay ocasiones en las que se cambian los límites, así, por ejemplo, cuando las personas están en un contexto caracterizado por el conflicto, si hay normas muy fuertes a favor del consenso y la cohesión del endogrupo, se produce un debilitamiento de los sentimientos de obligación moral hacia aquellos que irradian una imagen amenazadora.
Albert Bandura |
Bandura[9], desde un punto de vista más centrado en lo individual, señalaba como la conducta de deshumanizar supone apartar al otro del escenario que obliga a todos los seres humanos a comportarse con sentido moral. La socialización de las personas impone pautas morales que sirven de guía y freno de las conductas, y de las decisiones, mediatizando su autoconcepto y su autoestima. Una vez desarrollado este control interno, las personas regulan sus acciones por medio de sanciones que se aplican a sí mismas, absteniéndose de comportamientos que puedan violar sus criterios morales. Sin embargo este autoconcepto ético no siempre está activado, de forma que la propia cultura facilita que en ciertos escenarios de acción se pueda producir una desactivación cuando estas actividades favorezcan a sus intereses, aunque tengan efectos humanos perjudiciales.
Esta desconexión moral hace que los individuos puedan interpretar su conducta hostil como una reacción que es:
- Moralmente justificada. A través de una reinterpretación que hace que lo que es objetivamente destructivo se haga social y moralmente aceptable.
- Más benigna que otras posibles conductas del repertorio personal y grupal que también estarían justificadas. Es decir, un mal menor.
- Absolutamente aceptable. Violencia legitimada.
Mediante el uso de eufemismos los grupos consiguen que la acción agresiva tenga un significado más benigno. Así, para un terrorista, un atentado sangriento se codifica como un “acto de guerra” o un “acto defensivo”, para un ejército los daños a la población civil se llaman “efectos colaterales”, y para las fuerzas que impulsan un genocidio, el exterminio masivo de una población se llamaría “limpieza étnica”. En el fondo se trata de estrategias de reestructuración cognitiva muy efectivas que permiten, no solo restringir los mecanismos de autorregulación moral, sino además, incrementar la autovaloración moral del individuo que se convierte en un “héroe”, un “defensor del pueblo”, un “mártir” o un “gudari”.
Los mecanismos de desconexión moral más habituales suponen:
- Una negación de la responsabilidad, habitualmente con un desplazamiento de la responsabilidad a la otra parte en conflicto.
- La negación del daño.
- La negación de la víctima.
- La acusación o condena de los denunciantes.
- La apelación a grandes lealtades. A bienes de entidad superior.
Jacques-Philippe Leyens |
Una última aproximación a la psicología de la deshumanización se debe a los trabajos de Leyens y colaboradores[10]. Desde el planteamiento de este autor la deshumanización del “otro” no es una respuesta limitada a exogrupos externos, o que caen fuera del universo moral de los individuos de un grupo. Al contrario, forma parte de las consecuencias que tiene la categorización social y la identificación con el endogrupo en un contexto intergrupal.
En este sentido, la semilla del comportamiento cruel y hostil hacia los otros no se deriva de complejas situaciones de conflicto sino de procesos vinculados a la propia construcción de la identidad de las personas. Para estos investigadores la teoría implícita de la gente sobre la “esencia humana” se centra en pocas características: la inteligencia, los sentimientos, el lenguaje y las creencias morales. De forma que, como rasgos esenciales, cada una de estas es necesaria pero insuficiente para percibir a un grupo como humano.
La atribución diferencial de sentimientos y emociones al endogrupo y al exogrupo sería suficiente para lograr la infrahumanización, favoreciendo el prejuicio social e instigando conductas negativas: si los otros no son humanos nuestras conductas hacia ellos no necesitan acatar las normas de respeto, reciprocidad o responsabilidad social.
Esta atribución de sentimientos y emociones distintas y/o inadecuadas es más fácil de realizar que la atribución de diferencias por razones biológicas, culturales o por carencias de tipo intelectual o aptitudinal. Por esta razón es mucho más frecuente encontrar este tipo de mecanismo en los procesos de deshumanización que ocurren en conflictos “internos”.
Javier Gómez Segura (2012)
[1] Varona, Lamarca, Hernández, López de Foronda, Pagola y Oca (2009). Atención institucional a las víctimas del terrorismo en Euskadi. Ararteko
[2] González Fernandez, R. (2012). Mas allá de la psicologización: estigmatizaciones naturalizadoras individuales y colectivas. Teoría y crítica de la Psicología, 2, 49-62.
[3] Goffman, E. (1963). Stigma. Notes on the Management of Spoiled Identity. Englewood Cliffs: Prentice-Hall.
[4] Rothbart, M y Taylor, M. (1992). Category lables and social reality: Do we view social categories as natural kinds? En Semin y Fiedler (eds), Language, interaction and social cognition. Londres: Sage.
[5] Ashmore, R. y DelBoca, F. (1981). Conceptual approaches to stereotypes and stereotyping. En Hamilton (Ed) Cognitive Processes in Stereotyping and Intergroup Behaviour. Hillsdale: LEA.
[6] Eidelson, R. y Eidelson, J. (2003). Dangerous Ideas. Five Beliefs that propel toward conflict. American Psychologist, 58, 182-192.
[7] Bar-Tal, D. (1989). Deligitimization: The extreme case of stereotyping. En D. Bar-Tal, C.F. Grauman, A. Kruglanski y W. Stroebe (Eds). Stereotyping and prejudice: Changing conceptions (pp 151-167). Nueva York: Springer-Verlag.
[8] Optow, S. (1990). Moral exclusión and injustice: An introduction. Journal of Social Issues, 46, 173-182.
[9] Bandura, A. (1999). Moral Disengagement in the Perpetration of Inhumanities. Personality and Social Psychology Review, 3, 193-209.
[10] Leyens, J.Ph; Cortés, B.; Demoulin, S.; Dovidio, J.; Fiske, S.; Gaunt, R.; Paladino, P.;Rodríguez-Pérez, A.; Rodríguez-Torres, R. y Vaes, J. (2003). Emotional prejudice, essentialism and nationalism. European Journal of Social Psychology, 33, 704-717.