viernes, 27 de enero de 2012

He aprendido a no prestar más atención de la necesaria al hecho estar en prisión

Querida Olga:

Hace más de dos semanas que no he recibido ninguna carta tuya (la última es de hace casi un mes). ¡Vaya forma de acentuar mi sentencia! Me ahogo en el fango de la ignorancia, cosa que ahonda mi "orfandad" e incrementa mi preocupación por lo que ocurre en casa. Esta triste situación determina el tema de la presente carta.

En su momento te escribí sobre el significado que atribuyo a mi casa, qué añoro más que nada, cómo va cambiando el papel que para mí desempeña el mundo del que me extrajeron. Un tema homólogo es la cuestión de lo que significa para mí estar encarcelado y qué papel desempeña en mi vida. He aprendido a no prestar más atención de la necesaria al hecho de estar en prisión, sólo me intereso por ello -primero- para poder vivir aquí sin causarme problemas innecesarios y -segundo- por la curiosidad natural que me despierta cualquier ambiente humano y social en el que pueda encontrarme.

De todas maneras, reflexionando sobre el tema he llegado a la conclusión de que el encarcelamiento influye en mi vida más de lo que podría suponerse a primera vista. Obviamente impregna por completo la esfera de mi cotidianidad: determina mis horarios y prácticamente de la mañana a la noche prescribe todas mis actividades, su orientación, condiciones y extensión, influye en mi comportamiento y maneras, forma mis costumbres y rutinas. Además, determina el carácter, los motivos, las circunstancias y la expresión de todos mis estados de ánimo; establece mi perspectiva del tiempo y del espacio; da una forma concreta a mis alegrías, esperanzas, objetivos, preocupaciones y complicaciones con las que debo luchar a diario; tiñe los criterios de mis opiniones sobre los fenómenos o acontecimientos más diversos; otorga concrección a lo que los sociólogos llaman la "escala de valores". Esta influencia omnipresente conforma mi comportamiento hasta en los más minuciosos detalles, por ejemplo -para ilustrarlo con la única esfera de mi vida con la cual estás en contacto- no sólo el contenido, la extensión y el sentido de mis cartas sino también su estilo y hasta la letra (sin duda habrás visto que intento escribir de manera clara).

El ambiente concreto en que uno se encuentra influye decisivamente en su cotidianidad, pero creo que pocas veces de modo tan complejo como aquí. La cosa no acaba en los efectos mencionados: curiosamente mi encarcelamiento está presente de una u otra forma incluso en lo que podría parecer más alejado de los factores externos, o sea en mi vida interior, en los temas de mis reflexiones, en los matices de mis sensaciones; una dimensión o un aspecto de mi presente condición está siempre encuadrada en todo. Ni cuando duermo me escapo de ella: las resonancias más extrañas se infiltran incluso en mis sueños. Ni las experiencias culturales, una buena película o un buen libro, me permiten la huida: un análisis detallado lo demostraría.

Las consecuencias y aspectos concretos de mi encarcelamiento me proporcionan necesariamente un marco evidente, inevitable, un "segundo plano" o "sistema de coordenadas" para la totalidad de mi existencia presente en el mundo -tanto si enfoca los problemas de mi vida inmediata aquí como si se concentra sobre distintos aspectos de mi vida o condición "en general"-. Pero eso no significa que dicho marco me transforme, de modo significativo, ni transforme mi alma, mi carácter, mi "identidad". Únicamente conforma el peculiar terreno por el cual hoy he de caminar y a cuya topografía tengo que ajustar cada uno de mis pasos, sin que por ello me convierta en otro, sólo debo moverme de forma algo extraña, metafóricamente hablando. En efecto: excepción hecha de algunas indicaciones marginales sobre mis movimientos interiores, fruto de nuevas experiencias -que profundizan mis pensamientos sobre distintos aspectos propios del hombre (y el asombro que me causan esos descubrimientos)- y algunos detalles insignificantes (como por ejemplo mi creciente repugnancia por las conversaciones sobre erotismo y sexo, o el hecho de ir olvidando conocimientos concretos), no he observado en mí cambio substancial alguno. Tal vez voy adquiriendo una relación más seria, responsable y prudente con algunos valores, pero de eso no puedo estar del todo seguro. Lo valoraré mejor cuando esté en libertad y fuera del marco de influencia del encarcelamiento. Si la imagen que tienes de mi se basa en mis cartas, puedes pensar que me he vuelto serio, que he perdido el sentido del humor y de la ironía; eso es sólo una ilusión óptica debida a las limitaciones naturales que impone esta manera de expresarse.

Naturalmente, la vida de prisionero es en muchos aspectos -no sólo por lo que respecta a las limitaciones que dificultan mi cotidianidad sino a muchas otras, por ejemplo en lo que exige de autodominio- mucho más dura que cualquier otra circunstancia vivida hasta el presente. (Cuando digo "en muchos aspectos" me refiero a que no interviene en todos). A pesar de ello no me parece estar más deprimido, triste o desesperado que si me encontrase en cualquier otro lugar; me veo siempre igual, sólo el abanico de lo que causa mis alegrías o depresiones ha cambiado radicalmente. Una palabra amable, una carta, un cigarrillo fumado tranquilamente, una hora ininterrumpida de lectura interesante, todo esto puede causarme un mayor entusiasmo que las vivencias más ricas y exquisitas del exterior. Si mi encarcelamiento invade mi vida presente más en su globalidad que en el detalle -es decir, como un "fenómeno en sí mismo", entero y autosuficiente- se me acerca en un único caso: cuando se apodera de mi (aunque eso ocurre raras veces y nunca en proporciones particularmente drásticas) la angustia de estar encerrado y separado de la "verdadera acción" y el "verdadero mundo". Me parece que sólo cuando estoy en ese estado (naturalmente se trata de un mal humor, el último sobre el que quise escribirte) experimento existencialmente la privación de libertad, el hecho de estar rodeado por un alambre; éste es pues mi único ánimo pura y específicamente carcelario. Y no me molesta tanto no poder salir cuando me apetece para hacer un encargo o ver cualquier cosa, como el hecho de que si realmente tuviese la necesidad ineludible de acudir a algún lugar, no podría. Por supuesto que eso va unido a la sensación de impotencia y de preocupación por mi mundo, que no haya pasado algo grave -a ti o a algún otro ser querido-, de no poder estar allí para intentar resolver el asunto, compartirlo y hacer frente común por si trae cola. Entonces me siento mudo o mutilado o atado de alguna manera. No se trata de una simple claustrofobia (no sufrí de ella ni durante el arresto cuando esperaba el juicio); se trata de una sensación más profunda y más visceral, enraizada en el espíritu, no solamente en el sistema nervioso. Repito que este estado no es frecuente en mi y de momento aparece sólo de forma débil, poco acentuada. Pero si no recibo noticias de casa corro el peligro de que empeore. Ya ves que, con esto, he retomado ingeniosamente el tema con que iniciaba mi carta. Tal vez te haga efecto.

Tuyo. Vasék

P.D. No traigas el té en nada que sea de plástico, me han dicho que sólo la hojalata o el cristal conservan su olor y sabor.
Václav Havel (1983) Cartas a Olga



lunes, 23 de enero de 2012

Bastaba un pequeño pacto con el diablo para dejar de pertenecer al equipo de los prisioneros y pasar a formar parte del grupo de los vencedores y perseguidores

La situación de los alemanes no nazis durante el verano de 1933 fue ciertamente una de las más difíciles en que se puede encontrar el ser humano: un estado de sometimiento total y desesperado sumado a los efectos tardíos del shock que supone que los acontecimientos le pillen a uno totalmente desprevenido. Los nazis nos tenían completamente en sus manos. Todos los baluartes habían caído, era imposible cualquier tipo de resistencia colectiva y la oposición individual era una mera forma de suicidio. Nos habían perseguido hasta llegar a los últimos recovecos de nuestra vida privada, en todos los ámbitos reinaba un estado de desbandada, una huida confusa de la que no se sabía donde iba a terminar. Al mismo tiempo todos los días nos instaban no ya a rendirnos, sino a pasarnos al bando contrario. Bastaba un pequeño pacto con el diablo para dejar de pertenecer al equipo de los prisioneros y perseguidos y pasar a formar parte del grupo de los vencedores y perseguidores.

Ésta era la tentación más simple y primitiva. Muchos cayeron en ella. Más adelante se puso de manifiesto que gran parte de ellos había subestimado el precio de su alma y no estaba a la altura de lo que suponía ser un verdadero nazi. Hoy son miles los que pululan por Alemania, los nazis con mala conciencia, hombres que soportan el peso de la insignia de su partido al igual que Macbeth carga con la púrpura de su corona, personas que, cual borregos al matadero, han de llevar sobre los hombros un cargo de conciencia tras otro mientras su mirada furtiva busca en vano alguna posibilidad de escapar. Beben y toman pastillas para dormir, no se atreven a pensar, ni siquiera saben si han de anhelar o temer el fin de la época nazi -¡su propia época!-, gente que, cuando llegue ese día, seguramente deseará no haber pertenecido a ella. Pero entretanto ellos encarnan la pesadilla de este mundo y, de hecho, resulta imposible predecir de qué serán capaces dado su estado de ruina moral y nerviosa antes de derrumbarse por completo. Su historia está aún por escribir.

Sin embargo, la situación de 1933 ocultaba todavía otras tentaciones al margen de ésta tan primitiva, cada una da las cuales constituía una causa de desvarío y enfermedad mental para quién cayese en ella. El demonio tiende muchas redes: unas gruesas para las almas rudas y otras finas para las más delicadas.

Todo el que se negara a convertirse en nazi tenía ante sí un panorama nefasto: una desolación desesperada y total; la obligación de aguantar insultos y humillaciones a diario sin posibilidad de defenderse y el deber de participar en la contemplación impotente de lo insoportable; una sensación de desarraigo total; un sufrimiento inútil. Dicho panorama encierra a su vez sus propias tentaciones: recurrir a medidas de consuelo y alivio tras las que se esconde el anzuelo del demonio.

Una de ellas, la favorita de los de mayor edad, consistía en huir hacia un mundo de ilusión, preferiblemente la ilusión de sentirse superiores. Quienes caían en ella se aferraban a dos rasgos que, en un primer momento, fueron ciertamente propios del arte de gobierno nazi: el diletantismo y su condición de primerizos. Los mayores trataban de demostrarse a diario a sí mismos y a los demás que era imposible que todo aquello continuase, adoptaban la pose típica del sabelotodo que disfruta de la situación, se ahorraban tener que contemplar lo demoníaco concentrando su mirada en lo más infantil, se engañaban a sí mismos haciendo de su postura totalmente sumisa y desesperada una actitud que consistía en estar al margen de la situación y observarlo todo con aires de superioridad, sintiéndose totalmente tranquilos y reconfortados cuando tenían la oportunidad de contar un nuevo chiste o citar un nuevo artículo del Times. Era la gente que, haciendo gala de un convencimiento pleno y tranquilo primero, y dando todas las muestras de ser conscientes de su propia y compulsiva equivocación después, predecía un mes tras otro la inevitable caída del régimen. Lo peor para ellos vino cuando éste empezó a consolidarse notablemente y llegaron los éxitos: no estaban preparados para hacerles frente. Éste fue también el grupo contra el que, como resultado de un cálculo psicológico muy astuto, se lanzó una nutrida ofensiva de fanfarronerías estadísticas en los años siguientes; de hecho, a él pertenece la masa de los que capitularon entre los años 1935 y 1938. Una vez les fue negada la posibilidad de seguir mostrando ese gesto de superioridad que defendían compulsivamente se rindieron en masa. Una vez alcanzados los éxitos que siempre habían calificado de imposibles, reconocieron su derrota. No tuvieron fuerzas para darse cuenta de que precisamente dichos logros encarnaban el horror....

La segunda tentación consistía en la amargura, en el propio abandono masoquista al odio, al sufrimiento y a un pesimismo sin barreras. Ésta es casi la reacción alemana más natural frente a una derrota. En los momentos aciagos (de su vida privada o de la vida de la nación) todo alemán se ve obligado a luchar contra esta tentación: la de rendirse de una vez por todas y entregarse a sí mismo y al resto del mundo a los designios del demonio con una actitud de indiferencia inerte, rayana en la predisposición; la de cometer un suicidio moral con obstinación y maldad.

En apariencia es una actitud muy heroica: rechazar cualquier tipo de consuelo pasando por alto que es precisamente en esta postura donde reside el consuelo más envenenado, temible y vicioso. El abandono lascivo y perverso de uno mismo, una avidez wagneriana por la muerte y el naufragio, justo ése es el mejor consuelo que se le ofrece a quién ha sido vencido y es incapaz de juntar las fuerzas necesarias para soportar su derrota como tal. Me atrevo a profetizar que ésta será la actitud básica de Alemania tras perder la guerra nazi: el lloriqueo salvaje y testarudo de un niño enfermo que equipara ansioso la pérdida de su muñeco con el fin del mundo (muchos de estos rasgos ya formaron parte de la actitud mantenida por Alemania en 1918)......

Resulta difícil hacer una afirmación general de cuáles son las consecuencias externas y reales de esta actitud interna. En algunos casos conduce al suicidio. Pero son muchas más las personas que se organizan para ser capaces de vivir con ella, digamos que torciendo en gesto. Lamentablemente, ellos conforman la mayoría de quienes figuran en Alemania como representantes de una "oposición" visible y, por tanto, no es de extrañar que dicha oposición jamás haya desarrollado objetivos, métodos, planes ni perspectivas. Sus principales miembros se dedican a ir por ahí estremeciéndose con morbo. Los hechos espantosos que suceden han ido convirtiéndose poco a poco en el alimento imprescindible de su espíritu; el único placer oscuro que les queda es deleitarse en la descripción de las atrocidades, y es imposible mantener con ellos una conversación que no trate este tema. Es más, muchos han llegado al extremo de que les faltaría algo si no tuviesen esta ocupación y, en algunos casos, el profesamiento de un pesimismo desesperado se ha tornado en una especie de comodidad. Claro que en general esta es una forma de "vida peligrosa" que ataca al hígado, conduce al sanatorio y en no pocas ocasiones produce un auténtico delirio. Por último, hay un estrecho camino secundario que lleva directamente desde este punto al nazismo: una vez que todo da igual, todo está perdido y se ha ido al diablo, ¿por qué no actuar guiados por el más triste e iracundo de los cinismos y sumarse personalmente mientras resuena una carcajada burlona en nuestro interior? También se da este caso.

Aún he de hablar de una tercera tentación. Se trata de aquella con la que yo mismo tuve que vérmelas y, una vez más, en absoluto fui el único. Su punto de partida es precisamente el reconocimiento de las tentaciones anteriores: uno no desea corromperse interiormente a través del odio y el sufrimiento, sino mantener una actitud bondadosa, pacífica, cordial, "amable". Pero ¿cómo evitar el odio y el sufrimiento si un día tras otro nos acosa constantemente una fuente de odio y sufrimiento? La única solución es ignorarla, desviar la mirada, taparse los oídos y aislarse. Pero esto sólo conduce a un endurecimiento producto de la debilidad y, en definitiva, a otra forma de delirio: la pérdida del sentido de la realidad.

Hablemos simplemente de mí sin olvidar, no obstante, que mi caso a su vez bien puede multiplicarse por un factor de seis o siete dígitos.

No estoy especialmente dotado para el odio. De siempre he creído saber que basta con implicarse demasiado en una polémica, discutir con quien no desea escuchar o sentir odio hacia aquello que lo merece para destruir algo de uno mismo, algo que merece la pena conservar y es difícil de recuperar. Mi reacción natural de rechazo consiste en apartarme, no en atacar.

También tengo muy claro el tributo que se rinde al enemigo considerándole merecedor de odio, y creo que precisamente los nazis no son dignos de tal honor. Yo rehuía toda intimidad con ellos, pues ya ésta conllevaba un sentimiento de odio y, en mi opinión, la ofensa personal más grave que me infligieron no fue tanto su demanda insistente de participación -que no pertenecía al género de cosas a las que uno dedica el más mínimo pensamiento ni la menor sensación-, sino el hecho de que como era imposible no reparar en ellos, a diario me veía obligado a sentir odio y asco cuando estas sensaciones no me son en absoluto "propias".

¿Acaso no era posible mantener una postura que no le obligara a uno a nada de nada, ni siquiera a sentir odio y asco? ¿No existía la posibilidad de profesar un desprecio superior e imperturbable, de adoptar una actitud consistente en "mirar y pasar de largo"? ¿Todo aunque fuese a costa de tener que renunciar a media vida pública, por mí incluso a toda mi vida pública?

Fue justo entonces cuando di con una cita peligrosa de Stendhal tentadoramente ambigua. La escribió de manera programática tras un acontecimiento de actualidad que él también interpretó  como una "caída en el fango" después de la Restauración de 1814, tal y como hice yo con los sucesos que ocurrieron en 1933. Ahora solo hay una cosa, escribió Stendhal, que merece atención y esfuerzo: "el mantenimiento de un yo sagrado y puro". ¡Sagrado y puro! Eso significaba que uno no sólo debía permanecer alejado de cualquier tipo de complicidad, sino también de cualquier tipo de desolación causada por el dolor y de cualquier tipo de deformación producida por el odio, de cualquier influencia sin más, de cualquier reacción, del más mínimo contacto, incluso de aquel que consiste en el rechazo. Un apartamiento; replegarse en el rinconcito más ínfimo si es necesario siempre que la peste no llegue hasta ahí y sea posible salvar íntegramente lo único que merece la pena ser rescatado, esto es, si lo llamamos por su nombre teológico correcto, el alma inmortal.

Hoy sigo creyendo que este punto de partida tiene algo de cierto y no es mi intención negarlo. Sin embargo, tal y como pensé entonces, la simple actitud de ignorarlo todo y retirarse a una torre de marfil no funcionó, y doy gracias a Dios porque mi intento fracasara rápida y estrepitosamente. Conozco a otros cuya tentativa no se frustró tan pronto y el hecho de tener que reconocer que en ocasiones uno sólo puede salvar la paz de su alma sacrificándola y exponiéndola les ha salido muy caro.....

Éstos eran más o menos los conflictos a los que se vieron sometidos los alemanes en el verano de 1933. Se parecían ligeramente al hecho de tener que elegir entre dos formas distintas de muerte emocional y es probable que alguien cuya vida haya transcurrido bajo circunstancias normales tenga ahora la leve sensación de estar como en un manicomio o más bien en un centro de investigación psicopatológica. Pero qué más da: es así como ocurrió y yo no lo puedo cambiar. Sebastian Haffner (1939) Historia de un alemán

domingo, 22 de enero de 2012

Arrepentimiento y reconciliación

Quiero empezar mi reflexión sobre el arrepentimiento recordando dos ideas que nos asaltan habitualmente a la hora de tratar este tema: ¿El arrepentido es un cobarde que no tiene valor para soportar las consecuencias de sus actos? ¿Sólo se arrepienten los derrotados?

Un primer aspecto que creo necesario reconocer, y que nos comentan habitualmente los psiquiatras que trabajan con nosotros en la asociación, es que los seres humanos tendemos a confundir el arrepentimiento con situaciones de auto tormento, enfado con nosotros mismos e incluso con comportamientos patológicos.

Todo esto es totalmente cierto, pero en ningún caso debe llevarnos a desautorizar o desacreditar el verdadero arrepentimiento, que por muy complejo que parezca, sinceramente, creo que está al alcance de todos los hombres.

El hombre que ha ejercido una violencia injusta sobre otras personas no puede hacer desaparecer la realidad de sus acciones y consecuencias; sin embargo, puede imprimir una nueva dirección a su vida con tal de que le sea posible obrar con libertad. Quien se arrepiente sinceramente expulsa de su interior la tendencia que le llevó a realizar ese mal, se libera de la férrea concatenación entre la culpa anterior y las nuevas, haciéndose libre para un nuevo comienzo. Max Scheler ha dicho al respecto que "el arrepentimiento engendra el rejuvenecimiento de la costumbre".

El arrepentimiento es una actitud legítima y reconocible del hombre, aunque no debe confundirse con los buenos propósitos. Hay gente que anuncia una gran serie de buenas intenciones, pero en ningún momento se arrepiente de su comportamiento anterior, con lo cual deslegitima en parte sus buenos planteamientos para el futuro. El arrepentimiento en sentido puro realiza una liberación del ser humano y permite tomar nuevamente posesión de la propia persona frente a la carga de culpas que sustente de sus comportamientos pasados.

Muchos pueden ser los obstáculos para este arrepentimiento. Uno de ellos es la soberbia, que provoca un empecinado y falso orgullo que los lleva a defender con testarudez los errores cometidos. En ocasiones, incluso cuanto más profunda es la culpa mayor es la soberbia que nos impide reconocer nuestros fallos.

Rendirse ante uno mismo superando la vergüenza y admitir la mala acción cometida suele ser lo que más cuesta. Estos comportamientos basados en la inevitable soberbia no deben inducirnos a pensar que el arrepentimiento es imposible cuando es algo perfectamente alcanzable para todos los seres humanos. Es más, cuando el arrepentimiento vence y supera la presión del orgullo, se abren las puertas a la veracidad para con uno mismo.

Arrepentirse y reconocerse culpable no es una manifestación patológica sino un acto de madurez, porque implica la superación de la propia imperfección (Ana María Vidal-Abarca -1999- Perdones difíciles)

sábado, 14 de enero de 2012

La invisibilidad de las víctimas

A lo largo de la historia de la humanidad se puede observar cómo el protagonismo de las víctimas de los delitos ha tenido una evolución en la que ha pasado de una situación de máxima importancia a una situación de olvido e invisibilidad.
En un primer estadio, conocido como el de la “venganza privada”, la justicia era ejercida directamente por la víctima o sus parientes, normalmente bajo la influencia de ideas de odio o venganza, por lo que con gran frecuencia conducía a infringir al victimario un daño superior al por él causado. Esto en muchas ocasiones daba como resultado una inversión de papeles, que no pocas veces se traducía después en un proceso de venganza circular.
Para poder acotar esta cadena de venganzas surgieron en un segundo estadio instituciones como la “Ley del Talión”. Estas instituciones, aunque hoy nos puedan parecer salvajes y primitivas, en realidad supusieron un serio intento de las sociedades para reducir la arbitraria aplicación de la pena por parte de las propias víctimas[1], y sirvieron así para lograr un castigo que fuese proporcional al perjuicio. Este tipo de medida supuso que la fijación y ejecución de los castigos empezase a corresponder a jueces imparciales y no a los perjudicados.
Esta forma de resarcimiento aparecerá ya en ordenamientos tan antiguos como el Código de Hammurabi, las leyes hebreas o el Código de Manú (India). También fue aceptado por los ordenamientos de Atenas y Roma, pasando posteriormente a las normas de los denominados pueblos bárbaros, donde por ejemplo podemos encontrar bastantes referencias a este principio en el Fuero Juzgo castellano.[2]
Pero poco a poco esta forma de resarcir a la víctima o a sus parientes, en la que se infligía al victimario un daño análogo al por él causado, fue perdiendo vigor al percibirse lo estéril de dicha reparación y, en contrapartida, comenzó a considerarse aceptable la compensación monetaria del daño. Así, por ejemplo, en el caso de Roma podemos ver en el Código de las XII Tablas cómo se parte de la utilización del principio taliónico pero se establece que esta aplicación lo será “a no ser que la víctima lo determine de otra manera de acuerdo con el malhechor”
Esta convivencia inicial, sobre todo en pueblos germánicos, entre la venganza y la compensación económica negociada entre la víctima y el victimario supondrá un avance hacia un tercer estadio, en el que finalmente la venganza desaparece como medio de reparación y el sistema de compensación económica se impone definitivamente con carácter judicial. Serán los jueces los que determinen las sumas compensatorias procedentes en cada caso concreto y de acuerdo con unas tarifas minuciosamente regladas. A partir de este momento en que el Estado monopoliza la reacción penal, es decir, desde que se prohíbe a las víctimas castigar las lesiones de sus intereses, el papel de las mismas se va difuminando hasta casi desaparecer.
Esta desaparición se concretará bajo los postulados del Derecho Penal liberal en el siglo XVIII que traerá consigo importantes garantías para limitar los excesos hacia el victimario, pero lo hará a costa de la víctima, la cual queda neutralizada por el sistema legal moderno, que no solamente no la incluye sino que la aparta de la reparación de los daños o de cualquier otro medio de resarcimiento por los daños que le fueron causados.[3]
Este cuarto periodo que podemos llamar de “neutralización de la víctima” se va a caracterizar por el olvido total de ésta, y se mantiene hasta mediados del pasado siglo XX en que tímidamente comienza a hablarse de la victimología.
Pero en el sistema legal actual no nos encontramos aún con una situación mucho mejor. Al observar el Derecho Penal moderno surge claramente la figura del delincuente como protagonista principal, los bienes jurídicos a proteger o los juristas, pero solamente en raras ocasiones se presta atención a la víctima, la cual hasta fechas recientes no tenía reservado ningún lugar en el denominado “drama penal”. Quedando marginada en su papel de sujeto pasivo que en el mejor de los casos era únicamente escuchada en calidad de testigo.
Con la evolución de nuestras culturas y sociedades comenzó a producirse un cambio en el enfoque del fenómeno delictivo que se caracterizó por el intento de comprender la conducta delictiva para lograr su reducción y la recuperación del delincuente. Este cambio de actitud supondrá un gran avance y es en este contexto donde por primera vez aparece la víctima, pero como una parte del binomio de la pareja criminal (víctima-victimario). Desde estos modelos se estudia la influencia de la víctima en la propia generación del delito. Y si bien este enfoque era necesario para la comprensión de la conducta delictiva, volvía a poner a la víctima en una posición que no era la que le correspondía. Este modelo en sí mismo suponía una forma más de victimización secundaria.
El empezar a comprender y respetar la necesidad de reparación de las víctimas, el reconocimiento de que el sufrimiento de éstas no es más que la consecuencia de un fallo del sistema (de algo que debería haber sido evitado por la propia colectividad) y la consecuente reparación y agradecimiento a la víctima que se ve inmolada por el bien de los demás en una creciente sociedad del riesgo[4], van a suponer enfoques relativamente recientes de nuestras sociedades. Hasta hace bien poco tiempo convertirse en víctima suponía verse condenado al aislamiento social y, en el mejor de los casos, la abocaba a ser blanco de la caridad.
De acuerdo con Beristain[5] “para que la justicia penal recupere su ‘humanidad’ debemos orientarla a las víctimas (más que a los victimarios) para resolver efectivamente su problema. Así, la reparación del daño se vuelve prioritaria, porque la clásica reacción retributiva, el ‘castigo’ al culpable, de cara a las víctimas, no resuelve lo principal; quizá sólo su deseo vindicativo. La pena tradicional no soluciona los problemas de las víctimas porque la reparación del daño es siempre necesaria.”
Y es que el apoyo o la atención psicosocial a las víctimas no tienen relación con el castigo del victimario. Es verdad que la víctima necesita sentir que se hace justicia pero después, y sobre todo, necesita la reparación de lo que se pueda reparar, y la memoria y el reconocimiento por parte del resto de la sociedad de lo que sea irreparable, porque es este reconocimiento solidario el que facilita la reintegración de la víctima en el grupo y la transición víctima-superviviente. Aunque en ocasiones parece que cuando se habla de reparación o resarcimiento sólo se habla en términos económicos y esto es un error importante.
Javier Gómez Segura, 2012




[1] Landrove Díaz, G. (1998). La moderna victimología. Valencia: Tirant lo Blanch.
[2] Barreira Blasco, V. (2005). Manual de victimología aplicada. Madrid. ISEP
[3] García-Pablos de Molina, A. (1996). Criminología (3ª ed). Valencia: Tirant lo Blanch.
[4] Beck, U. (1998). La sociedad del riesgo. Hacia una nueva modernidad. Barcelona: Paidos.
[5] Beristain Ipiña, A. (2000). Victimología. Nueve palabras clave. Valencia: Tirant lo Blanch (pag 518).

domingo, 8 de enero de 2012

La obediencia a la autoridad

El valor cívico, es decir, el arrojo necesario para tomar decisiones autónomas y actuar según la propia responsabilidad, es ya de por sí una rara virtud en Alemania, tal y como sentenciara Bismarck en su día. Y es una virtud que abandona por completo al alemán cuando éste lleva uniforme. Un soldado u oficial alemán, sin lugar a dudas excepcionalmente valeroso en el campo de batalla y casi siempre dispuesto a disparar sobre sus compatriotas civiles por orden de una autoridad, se vuelve cobarde como una liebre cuando se trata de enfrentarse a dicha autoridad. Como por arte de magia, esta idea enseguida pone ante sus ojos la imagen terrorífica de un pelotón de fusilamiento y eso lo paraliza totalmente. Bien es verdad que no teme a la muerte, pero sí a ese tipo concreto de muerte, y además su miedo es inmenso. Así, esta circunstancia hace que cualquier intento de desobediencia o de golpe de estado por parte de un militar alemán sea de todo punto imposible, da igual quién gobierne.

El único ejemplo en apariencia contrario es verdadera y precisamente un caso que corrobora mi afirmación: el putsch de Kapp producido en marzo de 1920, un intento de golpe de Estado llevado a cabo por algunos políticos antirrepublicanos que iban por libre. Aunque tenían totalmente de su lado a una parte del mando del Ejército republicano y del resto al cincuenta por ciento, aunque la Administración pronto mostró su flaqueza y no se atrevió a oponer resistencia, aunque personas con gran poder de convocatoria militar, como Ludendorff, pertenecían al equipo, finalmente fue sólo una parte de la tropa, la denominada Brigada Ehrhardt, la que llevó a cabo dicha empresa. Todos los demás Freicorps permanecieron "leales al Gobierno" y, naturalmente, se ocuparon de que también este intento de putsch por parte de la derecha redundase en azote de la izquierda.

Se trata de una historia turbia que se cuenta en pocas palabras. Un sábado por la mañana, mientras la Brigada Ehrhardt desfilaba bajo la Puerta de Brandenburgo, el Gobierno se fugó y se puso a salvo tras haber incitado rápidamente a los obreros a la huelga general.

Kapp, el líder del golpe, proclamó la República Nacional bajo la bandera negra, blanca y roja, los obreros iniciaron la huelga, el ejército se mantuvo "leal al Gobierno", la nueva Administración no logró ponerse en marcha y, cinco días más tarde, Kapp volvió a dimitir. El Gobierno regresó y exigió a los obreros que reanudaran su labor, pero entonces estos demandaron su salario: primero debían desaparecer al menos algunos ministros cuya situación era a todas luces comprometida, empezando por el tristemente célebre Noske; la reacción del Gobierno fue volver a dirigir a sus leales tropas contra los obreros y éstas llevaron a cabo otro trabajito pródigo en sangre, especialmente en Alemania Occidental, donde se libraron auténticas batallas. Años más tarde oí a un antiguo miembro de los Freicorps que había vivido todo aquello. No sin cierta compasión benévola hablaba de los cientos de víctimas que entonces habían caído o habían sido "abatidas mientras huían". "Eran la flor de la juventud obrera", repetía pensativo y melancólico. Al parecer esa era la expresión bajo la cual guardaba aquellos acontecimientos en su mente. "En parte muchachos valientes", prosiguió admirado. "No como en Munich, en 1919: aquellos eran granujas, judíos y haraganes, por ellos no sentí ni una pizca de lástima".

"Pero en 1920, en la región del Ruhr, aquéllos sí que eran la flor de la juventud obrera. La verdad es que lo sentí mucho por algunos. Pero eran tan cabezotas que no nos dejaron otra opción, tuvimos que matarlos y punto. Cuando les queríamos dar una oportunidad y en el interrogatorio les preguntábamos: "Entonces, a vosotros simplemente os han engañado, ¿no es cierto?", ellos gritaban: "¡No!" y "¡Abajo los asesinos de los obreros y los traidores al pueblo!". En fin, entonces ya no había nada que hacer y no teníamos más remedio que asesinarlos, siempre por docenas. Por la noche nuestro coronel dijo que jamás se había sentido tan afligido. Sí, los que cayeron allí, en la región del Ruhr en 1920, aquéllos sí que eran la flor de la juventud obrera" Sebastian Haffner (1939) Historia de un alemán


martes, 3 de enero de 2012

De la memoria a la cultura (Rachel Israel)

Parece que las personas deprimidas, débiles y debilitadas están condenadas a estar encerradas en una categoría de victimización y psicopatología, pero quisiera traer una nota de optimismo y mostrar como es posible tener el valor para salir de ello. A pesar de las secuelas de los traumatismos se puede tener un desarrollo favorable.

Los humanos pasamos nuestro tiempo contándonos a nosotros mismos lo que está sucediendo pero el trauma provoca la paralización de este proceso de autorrelato. Esto ocurre porque después de él desconfiamos de la experiencia. El trauma surge sin causalidad, sin finalidad, no tiene sentido. Así el relato que debería servirnos como sistema de defensa se hace más difícil.

Las muertes, las separaciones, los conflictos, las enfermedades producen una fragmentación del psiquismo que le protege de la destrucción total. Los daños traumáticos se multiplican en las víctimas de traumas colectivos, pero el escuchar los relatos de algunas personas que sobreviven sorprende: llevan vidas productivas. Es su manera de hacer fracasar la aniquilación a la que los verdugos quisieron llevarles.

La facultad de adaptación, la resiliencia, muestra como la carga energética traumática en sí misma es susceptible de poder ser sublimada.

Tras el trauma se encuentran con frecuencia actitudes de las víctimas dirigidas a ayudar a otras víctimas, más allá de los intereses pragmáticos de formar un grupo de presión, o de la búsqueda de reparaciones rentistas.

El recuerdo adquiere el valor de una prueba superada, de un saber particular adquirido que además se puede transmitir a otros. El alivio viene de la actitud paradójica de poder crear y dar a través de la falta de algo. Es la actitud contraria a la depresión. Se emerge del estado traumático a través de éxitos que son interpretados por el yo como una victoria. La demostración de estas capacidades vitales permite reestructurar la realidad con representaciones psíquicas en las que el yo recupera la energía.

La memoria del trauma, de destructora, se hace productora de objetos culturales: monumentos, testimonios, creaciones que reintroducen a las víctimas en la trascendencia de la cultura, donde se pueden integrar en la cadena de generaciones pasadas y futuras, la cadena de la humanidad. Los objetos culturales sirven para metaforizar el proceso del duelo traumático y tomando formas diversas relacionan a las víctimas con el recuerdo de un proyecto social generoso.

Lejos de la venganza, la ruptura del círculo vicioso sólo se puede hacer desde el desplazamiento simbólico. La cadena metafórica se persigue distanciándose del núcleo del trauma. La pulsión agresiva se opone al programa de la civilización, las historias de las víctimas capaces de sublimar su dolor traumático están a favor de la fuerza intrínseca del programa de la civilización, evitando la instalación en la posición victimaria logran avanzar y poner una piedra más en el edificio de la cultura humana.

En algunos sujetos los traumas conllevan un aspecto de estímulo y auto superación a través de un proceso de sublimación e integración en la cultura (notas tomadas durante el I Congreso Internacional de Psicotraumatología: Trauma y Memoria, celebrado en Madrid en mayo de 2010)